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Fernando Valera: Las víboras de la revolución

Fernando Valera: Las víboras de la revolución
He remozado estos días mi espíritu releyendo "Las Confesiones de un Revolucionario", de Proudhon. Sus pensamientos quedan fulgurando en mi alma, como estrellas lejanas y temblorosas. 

"Lo que tomáis por la voz del pueblo no es más que el rugido de la multitud ignorante". 

"Las sectas son víboras de la revolución. El pueblo no es de ninguna secta". 

"La República es como el sol: ciega a quien pretende negarla". 

"Mostráis el puño al capital y estáis prosternados ahí, ante la pieza de cinco francos".

"Que aquellos que os han seducido con utopías funestas, se golpeen el pecho. Deseo que no abusen jamás de su poder lo bastante para atraer sobre sus cabezas muy justas represalias".

"Los individuos son susceptibles de clemencia; los partidos son los despiadados".

"Soy del partido del trabajo contra el partido del capital, y he trabajado toda mi vida. Ahora bien, que se sepa: de todos los parásitos que conozco, la peor especie es el parásito que se llama revolucionario".

"¡Libertad!, he ahí la primera y la última palabra de la Filosofía social".


En esas rutilantes expresiones advertimos un dejo de profunda amargura. Proudhon, que las ha escrito, fue el gran cerebro y la gran alma de la revolución social de 1848. Su poderoso entendimiento resplandece a distancia sobre el fondo mediocre de los utópicos, soñadores y charlatanes que dieron al traste con la gran experiencia que pudo ser aquella revolución.

La gobernaron gentes mediocres, egoístas , sectarias y, a veces, crueles que no supieron interpretar el gran momento humano y universal de que eran protagonistas. Y lo redujeron todo a estériles ambiciones y querellas de sectas y partidos.

En vez de alumbrar a la multitud por las sendas nuevas de la revolución creadora, prefirieron encenagarla, evilecerla, empequeñecerla. La visión grandiosa del pueblo, como este orgánico, múltiple y libre, fue suplantada por el amontonamiento rugiente y amorfo de la muchedumbre inculta. Los intereses y anhelos nacionales fueron relegados ante las menudas ambiciones de sectas y doctrinas. Las utopías vanas sustituyeron a las ideas precisas y eficaces. Los abusos de la violencia partidista organizada aburrieron y soliviantaron a la opinión pública. Los sentimientos piadosos buscaron abrigo en el silencio de las conciencias individuales, mientras en la sociedad imperaba el odio implacable. La destrucción sistemática de la riqueza y del capital, a manos de los nuevos burgueses y parásitos de la revolución, se impuso al trabajo, creador de todos los bienes y virtudes. En lugar de acabar con la tiranía del poder, las sectas revolucionarias multiplicaron los poderes y acentuaron su tiranía. Y un día Francia llamó al Emperador, para que el Tirano salvara de los tiranuelos. "Francia me ha elegido -decía Luis Bonaparte- porque no soy ningún partido".

Y todo eso, que ocurrió en 1848, habría también podido ocurrir en 1937. La suerte de las revoluciones depende de que sus dirigentes sepan elevarse hasta la gran cima de la humanidad, desde donde únicamente pueden ser descubiertos sus verdaderos horizontes. Para orientar una revolución hay que saber compaginar la libertad general con la creación revolucionaria; la guerra al privilegio capitalista, con el respeto al capital, como instrumento generador de riqueza; la emancipación del trabajo, con el deber que el trabajador tiene que incrementar la producción y de no explotar al consumo; el afán innovador, con el sentido de la realidad económica, y el ímpetu destructor del pasado, con el respeto a los principios eternos de la humanidad, de la piedad, de la justicia.

Las revoluciones surgen del pueblo, las matan las sectas, las pudren los parásitos, y las entierra el tirano. En cambio, las revoluciones son eternas cuando anteponen lo humano a lo particular, el interés público a la ambición de partidos, el afán creador al parasitismo burocrático, la piedad al terror y la libertad a la tiranía.

Nuestra guerra y nuestra revolución no podrán sustraerse a esas leyes históricas, que dimanan de la psicología colectiva. Nuestra guerra y nuestras revolución no surgieron de ninguna secta, sino del pueblo. El alzamiento popular fue una corriente unánime del pueblo, como el que inició en 1808 la guerra de la Independencia. ¡La libertad!, he ahí el primer grito de la revolución. ¡El pueblo!, he ahí el único protagonista.

Las sectas revolucionarias, los parásitos, las burocracias, los tiranuelos y los verdugos, vinieron luego, en la retaguardia, mientras los hijos del pueblo, sin distinción de ideas ni matices sociales, daban la vida en las trincheras por la República, por la Revolución, por la Patria.

Aun recuerdo aquellos días del verano de 1936. Mientras los automóviles con alas de llamativas banderas, paseaban su ineficacia malgastando precioso combustible, por las calles; mientras las burocracias de retaguardia lo requisaban todo para establecer los ensayos de sus estúpidas utopías en palacios, más tarde abandonados, cuando los cañones de Franco llamaban a las puertas de Madrid; todas las mañanas llegaban hileras de campesinos, con rostro de tierra y de sol, impulsados por un sublime secreto, irresistible impulso de la raza que les llamaba al cumplimiento heroico de su deber. Y al verlos pasar, les saludaba desde el fondo de mi corazón, y veía en ellos al verdadero héroe de la guerra, al verdadero impulso de la revolución, al pueblo.

Y el pueblo ganará la guerra. Y el pueblo hará la revolución, a no ser que las sectas de parásitos, doctrinarios y burócratas, es decir, las víboras de la revolución, lo descuarticen, lo injurien, lo molesten y lo aburran, hasta hacerle perder una vez más la intuición unánime y orgánica de su destino como pueblo.

Como pueblo, que sabe siempre que "la libertad es la primera y la última palabra de las revoluciones", y que "la República brillará como el sol, y ofuscará siempre a todos los que pretendan negarla". 

Fernando Valera

Artículo publicado en "El Diluvio" de Barcelona, el 7 de marzo de 1937

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