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Unamuno, «expresión de España»

Unamuno, «expresión de España»
Artículo publicado en 1935 en el primer número de Nueva Cultura, revista fundada por Josep Renau y editada en Valencia.

Armando Bazán

La apreciación internacional del pensamiento idealista sigue reconociendo en Unamuno la personalidad que más cabalmente representa el alma de España. Nosotros desde nuestro campo vamos a esforzarnos en ver hasta qué punto puede ser justa y exacta esta apreciación, tratando de aplicar para ello el método dialéctico materialista, es decir, enfocando en su conjunto, para observar sus distintas relaciones, las formas de producción, los regímenes políticos de España y el desarrollo espiritual de Unamuno.

España no ha hecho, ni aún en nuestros días, su revolución democrática burguesa. Le ha faltado para ello, como sabemos, una burguesía poderosa y desligada económica y políticamente de las fuerzas semifeudales, cuyo predominio ha seguido siendo casi absoluto hasta principios de este siglo. A la sombra de la monarquía, y apuntalándola al mismo tiempo, el latifundismo y la Iglesia han seguido siendo dos barreras poderosísimas a los avances de la técnica y de la cultura capitalistas.

Mientras la mayoría de los países del Occidente de Europa superaron la etapa feudal y entraron al concierto y al fuego de las luchas por fuentes de materias primas y mercados, es decir, como entidades capitalistas, España no fue más que perdiendo poco a poco sus colonias y, con ellas, su predominio mundial para quedarse al margen o a la cola de dichos países, semientumecida en su sopor medieval.

A la Iglesia se le fueron de las manos, y por mucho tiempo, en esos países la mayoría de sus privilegios, su poderío económico y, en consecuencia, su eficacia política. Ha sido preciso que la función de la burguesía que en un momento de la Historia fue revolucionaria y renovadora, devenga en nuestros días reaccionaria y retrógrada pura que la Iglesia vaya ahora recuperando en dichos países sus posiciones perdidas, adaptada ya a los nuevos regímenes políticos.

Mas este no ha sido el caso de España. Aquí el capitalismo, habiendo logrado un cierto nivel de desarrollo, ha llegado a tener cierta potencialidad para enfrentarse y luchar contra la monarquía y las fuerzas semifeudales. Cuando actuaba ya en el escenario de la Historia y en perfecta consciencia de su papel renovador, ha hecho su aparición un tercer factor: el proletariado. La actuación de esta fuerza, el temor a su empuje arrollador, dirigido al fondo mismo de todas sus instituciones, ha servido para que los antagonismos de las dos clases predominantes se fueran limando lentamente y sin lucha de fondo. La Iglesia, potencia económica y pensante, conservó por esta razón siempre incólume su poderío. Cien generaciones de obispos siguen sucediéndose sin discontinuidad en el suelo español hasta nuestros días, y la marcha de los actuales acontecimientos nos está demostrando hasta qué punto fue letra inválida, muerta la legislación de esta República que tendía a atacar sus intereses económicos y políticos.

La burguesía española, sin haber recorrido la curva histórica que otras burguesías de Occidente recorrieron ya, resulta hoy en idéntica actitud regresiva y antidemocrática.

Tal es la España que ha engendrado y ha nutrido el pensamiento de Unamuno: una España semifeudal, turbada de vez en cuando por los sobresaltos y las embestidas pasajeras de una burguesía condenada a morir sin haber llegado a la plenitud de su dominación.

Y bien; la personalidad de Unamuno tiene dos aspectos fundamentales: su aspecto místico y su aspecto individualista; el uno orientado hacia el medioevo, el otro hacia el capitalismo. Su anarquismo de alto estilo no es más que la continuación o, para emplear la frase de un joven español revolucionario y brillante orador, el apéndice infectado de su individualismo.

De haber nacido en época pretérita, al amparo de Dios (cuando el concepto de Dios era real y evidentemente una fuerza de primer orden entre las relaciones de los hombres y movía los mejores temperamentos, las más afinadas inteligencias hacia la creación de obras de arte, de filosofía, de investigación científica que constituyen magníficos tesoros de la cultura humana) y auspiciado por el calor fervoroso de multitudes creyentes y alucinadas por la fantasmagoría del mito cristiano, Unamuno habría desempeñado seguramente un papel de gran lucimiento en las esferas de San Juan de la Cruz, Santa Teresa y San Ignacio. En nuestros días, cuando los hombres han dado razón de Dios yendo en maravillosos pájaros de acero a espantarle en sus lejanas alturas, incendiándole con fuego artificial sus palacios de nubes, y a bajarle vencido y muerto para sacarle todos los secretos de sus entrañas en los laboratorios; ahora cuando el fervor de las multitudes humanas ha desviado del cielo sus ojos para mirar amorosamente la tierra, el misticismo de Unamuno no es una luz que dé calor y vida: es un simple reflejo inmóvil y frío; arde en él como los rayos del sol en solitaria cima de nieve. Es como la España semifeudal de nuestros días. Las iglesias, los obispos, los conventos y procesiones no son más que signos de una vida en cuyas entrañas corroe el gusano de la esterilidad.

Manifestándose al mismo tiempo, el individualismo toma el predominio en la personalidad de Unamuno.

De no tener la influencia medieval a manera de lastre o de traba, la fuerza intelectual de Unamuno habría actuado en otros planos y su visión del mundo habría podido abarcar mejor el horizonte del porvenir. Si hubiera salido joven de España para nutrir su inteligencia en un ambiente específicamente capitalista, habría sido para las letras universales lo que Picasso es para la pintura en general. O quizá hubiéramos tenido en él a un gran capitán de industria, un Deterding, por ejemplo, o, para no ir tan lejos, un digno congénere de Juan March y Ordinas, pues posee en la medula de su individualismo exacerbado la fría crueldad que es peculiar a los grandes tiburones del océano financiero.

De haber sido así habría aguzado ciertamente su sentido político y su papel de diputado en las primeras Cortes Constituyentes hubiera resultado un tanto más eficiente.

Con un pie en el medioevo, con el otro en la época actual del capitalismo, Unamuno es el mejor representante de España –semifeudal– semicapitalista; es, para decir mejor, su más clara síntesis.

En él se agitan los antagonismos de dos clases que hoy marchan estrechamente unidas hacia el poniente de la Historia.

Miradas así las cosas, a nadie mejor que a él corresponde el título de «más alto exponente del alma de España». En su espíritu se reflejan con una precisión asombrosa todos los conflictos, todas las luchas de esas dos clases en su función, de las cuales vive y crea. La agonía de esta España rumbando hacia el poniente es la misma agonía de Unamuno. Su lucha presiente que no hay victoria posible y no encuentra un fin si no en sí misma. No habrá victoria, ni tampoco solución superadora, ni disfrute del bien conquistado con el derecho que da la plenitud de la vida, la fe profunda en el papel de perfeccionamiento que toca aún desempeñar en los destinos de la Humanidad.

Nada tiene que esperar ya Unamuno, como nada tienen que esperar las clases que le sustentan; nada que no sea una supervivencia angustiosa mantenida a costa de recursos extremos. De allí su desesperación, de allí ese sentirse «desterrado» en este «Valle de lágrimas», sentimiento completamente extraño a todo organismo joven y sano.

Filosofía de pesimismo y de negación es su filosofía. A su inteligencia y a su sensibilidad no les ha sido dado el poder comprender la alegría optimista, el sentido afirmativo de las nuevas fuerzas que construyen el edificio de la Historia. El no es capaz de percibir más que la función del signo menos. Lo moribundo es lo único que tiene virtud creadora.

«No me canso de decir –escribe reiteradamente– que la revolución española no fue hecha por los republicanos. La República fue traída por Alfonso XIII y Primo de Rivera.» Si la buena lógica nos guía, partiendo de esta afirmación, es a Alfonso XIII y a Primo de Rivera a quienes deberíamos entonces levantar monumentos y rendir homenajes. Todos los que creemos que la República significa un progreso y una superación a través de los tiempos, de ninguna manera creemos estéril el gesto de Galán, García Hernández y de todos los que cayeron derramando su sangre ópima para nutrir un ideal que debía realizarse inevitablemente gracias a la potencialidad de nuevas fuerzas sociales.

Una clase nueva, esencialmente afirmativa, que tiene en sus manos el futuro destino de la Historia, como es la clase trabajadora, ha debido despertar naturalmente en Unamuno, su antítesis, una profunda repulsión que apenas logra disimularse en algunos de sus artículos, en los arrebatos y estridencias de una cólera infantil. Por eso Marx, que no vivió y pensó más que por y para el proletariado, y que murió dejando una obra genial, un instrumento de la nueva inteligencia, poderoso e infalible, como es el método dialéctico materialista, no es en el concepto valorativo de Unamuno nada más que un judío resentido, y su obra, naturalmente, el producto envenenado de ese resentimiento.

Tal juicio del catedrático de Salamanca no podría ser más original. Un poco más de respeto han observado en general todos los pensadores y hombres de letras de países más desarrollados en cuanto han tenido que enfrentarse con El Capital, de Karl Marx.

Para Unamuno, los Evangelios, la Ética de Hegel, el teatro de Shakespeare, y dos o tres celebridades más, son lo mejor que ha dado la especie humana hasta el presente. Ningún militante de las ideas nuevas podría negar la inmensa trascendencia que dichas obras han tenido en el destino del hombre en épocas pretéritas.

Esas obras quedarán señalando los momentos culminantes del progreso humano. Pero la eficacia de tales creaciones tuvo un momento y cumplió su inmediato destino. Todo lo que tengan de utilizable será aprovechado por la sociedad futura. Pero la íntegra trascendencia actual del manifiesto del genial autor de El Capital, impulso y fermento del mundo contemporáneo, pasa enteramente desapercibido; más aún, menospreciado por esta «más alta expresión del ‘alma’ de España».

¿El creador de la dialéctica materialista de la Historia, un resentido? ¿De qué? ¿De la vida? Nada más afirmativo y, por lo tanto, nada más amoroso y aferrado a este mundo que la nueva concepción de la vida.

Al influjo poderoso de este resentido, y continuando su obra titánica, se han movido y siguen moviéndose los mejores y más grandes espíritus de nuestros tiempos. De la mano de este resentido, y con su impulso inicial, Lenin comenzó un nuevo capítulo de la historia humana y se quedó de pie e inconmovible en los estremecidos umbrales de esta nueva época que comienza en Octubre de 1917. ¿Quién ignora que hoy, como hace 1.500 años, las cárceles y las prisiones de los cinco continentes están repletas de los mejores hombres, de los más conscientes, de los que de mayor espíritu de sacrificio son capaces? ¿Quién ignora el número incalculable de los que son supliciados, de los que son asesinados con el insensato propósito de aplastar en ellos el avance de la Humanidad?

Unamuno parece ignorar estos hechos, que tienen más elocuencia que toda la literatura del mundo.

Unamuno parece ignorar también que existe ya un pueblo de 180 millones de habitantes cuyos literatos, cuyos poetas, cuyos hombres de ciencia, cuyos políticos, que han podido infundir interés y respeto hasta entre sus adversarios del mundo capitalista, rinden el más alto homenaje a la memoria de ese «judío resentido».

Sin embargo Unamuno sale un día cualquiera de su frío y oscuro castillo medieval; sale con prestancia burguesa con la varita mágica de su filología. Viene a derribar con golpe diestro ese edificio formidable de economía política que tanto costó a Marx y a Engels. Y muy despreocupadamente exclama desde una tribuna de revista ilustrada de Madrid, entre fotos de toreros, sonrisas acarameladas y piernas de cabaret: «¿Quién es capaz de distinguir las diferencias que existen entre un burgués y un proletario? ¿Qué cosa es un burgués? ¿Qué es un proletario? Tales diferencias no existen sino en la mente de Marx y de los marxistas, manada gregaria, incapaz de discernimiento.»

Unamuno baja después de su tribuna y las cosas siguen igual que antes. Los burgueses ya sabían, y seguirán sabiendo, no solamente lo que son los proletarios, sino también lo que quieren. Los proletarios, por su parte, siguen sabiendo muy bien para qué se organizan y contra quiénes dirigen sus huelgas. Mas para nuestro filósofo, estos y otros hechos no tienen ninguna significación, o la tienen en sentido contrario. Su incomprensión cerrada del fenómeno revolucionario, la ceguera de su espíritu acostumbrado a mirar y ver en la noche del pasado, le hacen deformar, desvirtuar malignamente, de manera increíble, los episodios más dignos, los gestos más nobles y gloriosos de su enemigo odiado a muerte: el proletariado.

Ciertos periódicos de la prensa española y extranjera han hecho conocer ya a la opinión mundial hasta qué límites alcanzaron la abnegación y el heroísmo de las últimas luchas en España. Una empresa cinematográfica llegó hasta a filmar algunos momentos de la gran conmoción social. Pues bien; todo lo que Unamuno tuvo que decirnos a este respecto es que a los mineros asturianos les movía en todo momento ese afán «exacerbado de exhibicionismo fotogénico».

Otro filósofo que actúa movido por los intereses de una burguesía plenamente desarrollada, como es la alemana, el filósofo de «La Decadencia de Occidente», está más cerca de la realidad y no sale por eso con varitas mágicas a las arenas de la lucha, ni trata de negar la avasalladora fuerza de la nueva clase. En algunos de sus momentos de desaliento angustioso llega a declarar que la lucha está perdida y que la burguesía tendrá que morir inevitablemente en manos del proletariado.

A pesar de saber esto, viene sin embargo provisto de armas que no son varitas mágicas: viene a justificar los crímenes de un Hitler y a pedir la absoluta opresión del obrero, ese «inmerecido niño mimado de nuestro tiempo». Para Spengler no hay confusión posible. Distingue perfectamente lo que es un burgués de lo que es un proletario. De él, mejor que de Marx, podría aprender estas cosas el catedrático de Salamanca, ya que tan unidos están en la común aversión hacia los explotados.

Expresión máxima de esta España en que conviven nobles, obispos, banqueros y generales, es, con mayor derecho que nadie, Unamuno, y la apreciación de la «inteligentsia» está en lo justo. Pero España es también otra cosa, o mejor dicho, hay también una España distinta: la de los millones de obreros, de campesinos y empleados pobres. Esta España está forjando ya sus artistas, sus pensadores que hablarán por ella. Unamuno no es en la actualidad más que su «anti-expresión».

París, Diciembre de 1934

Armando Bazán (Publicado en el primer número de NUEVA CULTURA, 1935)

Fuente: Nueva Cultura

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