A pocos días del pretendido referéndum en Cataluña las espadas siguen en alto. Ni Gobierno central ni Gobierno autonómico han sido capaces de iniciar un diálogo sólido y fructífero sobre las discrepancias que mantienen en torno al supuesto derecho a decidir de los catalanes sobre su futuro con el resto de los españoles. De un lado y otro se escuchan reproches sobre la dejadez mutua a la que han conducido ambas partes el conflicto y de un lado y otro observamos la misma cerrazón que nos ha traído hasta la incertidumbre final sobre lo que ocurrirá en la calle el próximo 1-O. Son las mejores excusas para enquistar los conflictos políticos.
Cuando el soberanismo catalán dio un paso al frente e inició el procés yo me preguntaba por qué se iniciaba justo en el momento en que residía en La Moncloa el presidente de un Gobierno conservador y autoritario que, además, disponía entonces de mayoría absoluta. Pensé que la causa independentista había perdido el juicio. Pero, andando el tiempo, me di cuenta de que el reto no debía ser la independencia en sí misma sino la tensión máxima del conflicto para doblegar al Gobierno central y obligarle a negociar una mejor posición para Cataluña en el escenario autonómico o, incluso, una nueva modalidad de asociación territorial no prevista todavía en la Constitución. Pero creo que el bloque soberanista subestimó el neofranquismo que invade al PP en cuestiones "patrias". Y una vez tensionada la cuerda, a pesar del inmovilismo de Rajoy, la causa soberanista ya no podía dar marcha atrás, ya no podía defraudar a millones de catalanes que, Diada sí, Diada también, salían a manifestarse pidiendo votar en un referéndum.
Creo que ambos bandos han jugado mal sus cartas. Excluido el derecho de autodeterminación (que aquí no cabe por no ser Cataluña un territorio sometido a colonización ni a violación sistemática de derechos humanos ni a limitación de la participación política) sólo cabía invocar el derecho a la secesión. Pero resula que éste no es un derecho reconocido en nuestra Constitución, por lo tanto sólo una voluntad popular muy mayoritaria puede ejercer presión para conseguir dicho derecho o, al menos, un cauce para la expresión de dicha voluntad, es decir, un referéndum. Y esta fuerza es la que, a día de hoy, falta en Cataluña pues, como dije en un artículo anterior, sin una mayoría cualificada de voto popular (60-65% como mínimo) no se debe iniciar ningún proceso de separación territorial, ya que no hablamos de una mera elección parlamentaria que a los cuatro años se puede modificar sino de una decisión que compromete el futuro de millones de personas para varias generaciones. Si las leyes más importantes se aprueban con ese porcentaje de mayoría cualificada en los parlamentos, ¿cómo no exigir el mismo tipo de mayoría para la independencia de un territorio? Es cierto que el bloque soberanista tiene esa mayoría cualificada en el Parlament -por las correcciones a la proporcionalidad directa que introducen todos los sistemas electorales- pero no la tiene en voto popular, del que en las últimas elecciones autonómicas se cosechó un 48% para la opción independentista de Junts pel Sí y la CUP.
Ahora bien, dado que dicho porcentaje de voto popular se traduce en una mayoría absoluta de escaños parlamentarios (72 frente a 63) a favor de la causa soberanista, no es inteligente por parte de ningún Gobierno central refugiarse en la mera legalidad para desconocer o despreciar la voluntad popular abrumadora a favor de un cauce de expresión que dirima la cuestión de la independencia catalana para siempre (o, por lo menos, para unas cuantas generaciones). Ni inteligente ni democrático pues la libertad se defiende, precisamente, dando la palabra al pueblo y no reprimiéndola con legalismos o coacciones. ¿De qué sirve una ley democrática cuando una mayoría social le da la espalda? Esto es lo que está pasando en Cataluña, que una porción considerable de sus habitantes considera ya obsoleta la relación de su territorio con España y, ante la inacción de un Gobierno insensible y autoritario, sólo encuentra en la indepencia la mejor opción de futuro para su destino. Y, al menos, quieren tener la opción de contrastar dicha opción con la contraria en un referéndum que dirima la correlación de fuerzas a favor y en contra de la secesión. Por tanto, lo inteligente y democrático sería lo que hizo David Cameron en Gran Bretaña, negociar un referéndum y hacer campaña por una de sus opciones. Y ganarlo, como lo ganó.
Ése es el coraje que le falta al Gobierno de Rajoy, un coraje que la derecha española sólo está acostumbrada a demostrar con la fuerza de la ley o con la ley de la fuerza, como nos enseña nuestra Historia contemporánea. El PP ha perdido una ocasión de oro para demostrar su compromiso con la democracia y para desprenderse de ese pasado franquista que lo persigue allá donde vaya. Nuestra Constitución, en su artículo 92, reconoce el derecho del Gobierno central a convocar referendos consultivos (es decir, no vinculantes) sobre decisiones políticas de especial trascendencia (y la cuestión catalana lo es) en los que todos los ciudadanos (sin concretar de qué ámbito territorial) puedan expresar su opinión a la pregunta o preguntas realizadas. Es decir, el redactado literal de dicho artículo permite la intepretación adecuada para pactar en el Congreso de los Diputados un referéndum para Cataluña que incluyera, además de la independencia, otras opciones de encaje en España. Cualquier gobernante lúcido y osado aprovecharía una ocasión como esa para demostrar su convicción democrática y, sobre todo, su compromiso por la solución de los problemas. Estoy seguro de que haber pactado la convocatoria del referéndum hubiera sido la mejor opción para éste y para cualquier otro Gobierno español. Todos los partidos habrían hecho su campaña, explicando los pros y los contras; el Gobierno de Rajoy, a través del PP catalán, podría haber ofertado mejoras a los catalanes y, en cualquier caso, si hubiera ganado la opción de la independencia, que lo dudo, el referéndum no sería vinculante, lo que habría puesto a trabajar inmediatamente a ambas partes para encontrar un encaje satisfactorio a Cataluña en el marco de la actual Constitución o en el de una nueva o reformada o, inlcuso, como Estado asociado. En cualquier caso, repito, creo que en una campaña organizada y bien explicada, y con los recursos con los que cuenta el Gobierno central -incluyendo a casi todos los medios y líderes europeos- el referéndum lo habría ganado la opción autonomista o federal y no la independentista, como ocurrió en Escocia. Pero ya nunca lo sabremos porque a Rajoy le sobra lo peor de la derecha española y le falta lo mejor de la derecha europea.
FRANCÍ XAVIER MUÑOZ
Diplomado en Humanidades y en Gestión Empresarial