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Pasado y presente de los republicanos, por Álvaro de Albornoz

Pasado y presente de los republicanos, por Álvaro de Albornoz
Necesidad de desechar la concepción catastrófica. El izquierdismo no es un programa. Las declaraciones de principios y las soluciones del momento. Republicanismo y socialismo.

Álvaro de Albornoz. El partido republicano (1918)

Necesita el partido republicano desechar la concepción catastrófica en que durante tantos años inspiró su política. El progreso democrático no se realiza mediante colaboraciones siniestras ni bajo presagios fatídicos. No han de dar el triunfo al partido republicano los desaciertos y torpeza de sus adversarios, sobre todo si llegan al extremo de consumar la ruina del país. No debe esperarse ver surgir la democracia de la dictadura, ni el régimen de la ley de la constante y sistemática violación del derecho. Para despertar la opinión no son los medios más adecuados el látigo y la bota de montar. Es preciso desechar la teoría de que el exceso del mal sólo males mayores puede engendrarse. El exceso de arbitrariedad y de violencia destruye la ciudadanía en vez de estimularla. El exceso de miseria conduce, más que a la protesta ciudadana, a la abyección y al envilecimiento de los pueblos. Ni el hambre ni la desesperanza son fuerzas constructivas, utilizables en una empresa de regeneración política, en una obra de reconstitución nacional. La desorganización que se extiende cada día a nuevos elementos, a nuevos tejidos, a nuevas células del cuerpo social, acaba por producir la muerte. El partido republicano no debe esperar el triunfo de una catástrofe suprema, de un hundimiento en que perezca todo. El socialismo, que tenía la concepción catastrófica de Marx, reaccionó contra ella, y fía hoy más que en el choque fatal de las fuerzas económicas en el desenvolvimiento de la conciencia proletaria. Como del progreso social, son instrumento del progreso democrático la propaganda  de las ideas, la difusión de la cultura, el cumplimiento de los deberes cívicos. Y la victoria total, definitiva, está al final de un continuo, uniforme, omnilateral, acelerado proceso de decadencia.

La principal misión de un partido civil, de un partido de opinión, es formar conciencia democrática. Decía Castelar que organizar un partido para la revolución y no para legalidad es una demencia. Si no tanto, es lo cierto que los partidos son para la legalidad, para los comicios, para el Parlamento, y sólo circunstancialmente, transitoriamente, para la revolución. Un partido no puede ser revolucionario durante veinte, treinta, cuarenta años. Esto es absurdo. Los mismos revolucionarios, tras lo periodos de violenta agitación, reclaman el sedante de las amnistías; y el país, que no puede vivir en un estado de inquietud permanente, acaba por entregarse a cualquiera que represente el orden. La revolución, siempre, en todo momento, a todo trance, no puede ser la finalidad de un partido. Y un partido cuya finalidad sea esa será necesariamente un partido estéril, cuando no perturbador de la vida del país. "No basta querer hacer la revolución -dijo Pí y Margall-; hay que merecerla". Y merecerla es haberla preparado en una difícil, espinosa, dura labor de ciudadanía; haberla realizado en las conciencias con un apostolado generoso, de abnegación y de sacrificio. Si el partido republicano, sembrando ideas, hubiera fiado la revolución al despertar de la conciencia democrática, acaso se hubiera encontrado con ella, hecha, en un verdadero movimiento nacional, por todos los partidos y por todas las clases. 
Con la revolución por sistema, por procedimiento exclusivo, por único programa, no pudo hacerla en cuarenta años de conspiración permanente.

La revolución hay que merecerla, y merecerla es inspirar confianza a la opinión. Y lo primero que hacer falta es tener un programa. Las declaraciones de principios no son un programa. Con declaraciones de principios no se resuelven sus problemas ni salvan sus intereses las clases sociales sin cuyo concurso no puede prevalecer la revolución. Las abstracciones jurídicas, las vaguedades democráticas, no son un programa. Pasaron los tiempos en que podía hacerse una revolución invocando la soberanía nacional. Y sería vano empeño pretender ahora llevarla a cabo sin más programa que el izquierdismo. El izquierdismo es una posición, una actitud, un punto de vista, un criterio político, una concepción más o menos vaga de la vida y del Estado; no es un programa. Implica unas cuantas afirmaciones fundamentales; pero no es un programa. No es un programa de soluciones concretas para los problemas concretos, apremiantes, que necesita resolver España en esta hora de crisis angustiosa.

No hace mucho se reunía en Madrid una Asamblea nacional republicana. Fuera de ella, en la Prensa, en los Círculos, se discutía apasionadamente el tema de la guerra. En los cafés, en las tertulias, era objeto de todas las conversaciones la última hazaña de los submarinos alemanes en nuestras aguas jurisdiccionales, realizada en condiciones de excepcional gravedad. Se quejaba el comercio de la desorganización de los transportes y empezaba a provocar serios conflictos la carestía de las subsistencias. Aquellos buenos, aquellos entusiastas republicanos, terminada la Asamblea, dieron a conocer su programa: La República como forma de gobierno, separación de la Iglesia y el Estado, independencia del Poder judicial... 

¿Cómo aspirar al Gobierno? El partido republicano no puede aspirar al Gobierno con declaraciones de principios. El partido republicano sólo tendrá derecho al Gobierno cuando encarne las soluciones del momento, prácticas, gacetables, reclamadas por la opinión... La vaga, romántica aspiración a la República como forma peculiar de la democracia es también una aspiración del partido socialista, que representa, además, otras muchas cosas.

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