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El grandioso homenaje a Don Manuel Azaña en París (1947)

El grandioso homenaje a Don Manuel Azaña en París (1947)
El primero de noviembre de 1947, se celebró en la Sala Pleyel-Chopin de París, un homenaje en memoria del ilustre repúblico don Manuel Azaña, al cumplirse el séptimo aniversario de su muerte en el destierro. El acto revistió de extraordinaria brillantez, constituyendo un éxito rotundo para sus organizadores: la Agrupación Departamental de Izquierda Republicana en París-Sena.

La coquetona sala francesa, abarrotada de un público lleno de fe y entusiasmo, ofrecía un espectáculo imponente, que recordaba las grandes solemnidades de España. El escenario aparecía engalanado con las banderas de los países que sostienen relaciones diplomáticas con el Gobierno de la República Española, y en el centro , sobre nuestra gloriosa enseña tricolor, había sido emplazado un monumental retrato del inmortal Azaña, obra del artista refugiado don Julián Rodríguez.






La presencia de S.E. don Diego Martínez Barrio, Presidente de la República, quien acompañado de los oradores, llegó hasta la tribuna, a la hora anunciada, fue acogida por el público, puesto en pié, con entusiastas y prolongados aplausos, mientras se hacían sonar en la sala los himnos Nacional Republicano de Riego y la Marsellesa, que fueron escuchados con emoción por el selecto auditorio.

Junto al señor presidente de la República, tomaron asiento, el Presidente de las Cortes, don Luis Fernández Clérigo; los miembros del Gobierno y don Fermín Botella, Presidente de Izquierda Republicana en París; los representantes diplomáticos de México, Venezuela, Checoeslovaquía, Hungría, Polonia, Rumanía, Yugoeslavia, Panamá, Bulgaria, Albania y Guatemala. Los gobiernos autónomos de España estuvieron representados por el Consejero de la Generalitat señor Rovira y Virgili, el diputado del Parlamento Catalán señor Tauler y el ex ministro vasco señor Irujo. 


Don Fernando Valera

"Señoras y Señores, Amigos y Correligionarios: era costumbre en la antigua Atenas aprovechar, en la época de guerra, las invernadas para dar solemne enterramiento a los héroes que habían muerto en la precedente campaña. Durante la ceremonia, un varón que la ciudad elegía por reputarle de no vulgar entendimiento y de esclarecida fama, pronunciaba un discurso de elogio de los muertos. En el año 431 antes de la Era Cristiana, según se lee en los "Relatos" de Tucidides, la ciudad de Atenas encomendó al gran Pericles el discurso solemne de aquel enterramiento, y Pericles dedicó su creación fúnebre, en donde la elocuencia alcanza las cimas de lo sublime, no a pronunciar el elogio de los muertos, sino a cantar la grandeza de la ciudad: sus costumbres, sus empresas, sus dioses, sus tradiciones, sus leyes, su democracia. Y después de haber ensalzado largamente a la gran República, terminó diciendo: «Hecho está el mayor elogio de estos muertos; porque la grandeza de la ciudad, hija es de sus obras; vivieron para crearla, murieron por defenderla; emuladles, porque sacrificaron a la patria sus vidas, alcanzaron para sus personas singulares inmarcesible gloria y merecieron el más ilustre de los sepulcros; no el de piedra en que yacen, sino el espíritu en que su gloria permanece para ser recordada en toda ocasión oportuna, con insignes palabras y monumentos».

"Si yo tuviera una elocuencia semejante, para ensalzar la memoria de don Manuel Azaña habría enaltecido hoy las glorias de la patria y de la República, y al terminar os habría dicho: Esa República y esa patria fueron en gran parte hijas de sus obras; vivió para crearlas; murió en el destierro por haberlas defendido; emuladle" (Grandes aplausos).

"Porque don Manuel Azaña no sólo fue gobernante; fue maestro, y hoy es guía. No sólo hizo leyes para gobernar un pueblo; trazó normas para que los que hemos venido después sepamos mañana engrandecer la patria y servirla, siguiendo su misma ruta. La República que nos enseñó a amar, era la República de la soberanía popular, en donde todos los ciudadanos y todos los pueblos de España eran libres para labrar sus propios destinos. Donde todos los hombres y pueblos podían convivir libre y pacíficamente al amparo de una ley común, igual para todos, que se inspiraba en los postulados eternos de la justicia inmanente. La República de la soberanía nacional, en que el poder no se alcanzaba por la fuerza de las armas, sino por los votos de la opinión pública. Azaña, cuando pudo -siguiendo los ejemplos entonces acreditados en el extranjero-, puesto que congregó más numerosas y enfervorizadas muchedumbres que jamas reunieron Hitler y Mussolini, no las lanzó a la conquista del poder por la violencia. Recordad las palabras suyas  pronunciadas en el campo de Mestalla: «Volveré a clavar la bandera tricolor en el alcázar nacional, a lomos de la opinión pública». 

"La República de la grandeza de España. «Para una política mezquina, de tapial y barbecho -solía decir-, que no se cuente conmigo. La República tiene el designio de hacer una España grande. Para morirse de asco en un rincón de la historia, no hacía falta la República; para eso, todos los regímenes son buenos». La República de la independencia nacional, que vive de lo español y descubre en lo español fines e ideales propios, y no vincula el destino nacional a las directrices políticas o a los intereses económicos de otros países más poderosos , pero no más grandes que el nuestro. El eje de esa República, no pasa por Berlín ni por Roma; pero tampoco por Londres, ni por Washington, ni por Moscú. (Muy bien, aplausos). El eje de la República Española está clavado en el corazón de Madrid (Muy bien, Muy bien), y desde allí se proyecta amistosamente hacia todos los pueblos libres de la tierra, y que sigue tras la estela que en los océanos del mundo trazaron las quillas de Colón y Sebastián Elcano, hacia las Repúblicas hermanas de nuestra lengua y de nuestra raza. 







Don Julio Just

Al levantarse a hablar el señor Just, es acogido con una ovación cerrada. Hecho el silencio dice: "Señor Presidente de la República, Señores Embajadores, Señores Delegados de la autoridad francesa y de los Partidos y Organizaciones francesas y españolas, Amigos míos, la presencia hoy, en este local, de una vasta multitud recogida, silenciosa, traspasada el alma de una viva profunda emoción para exaltar la memoria de un hombre, revela estas dos cosas: Que este hombre tenía cualidades excelsas, cualidades extraordinarias, que eran salidas de las entrañas más vivas, más nobles de la raza española. Revela asimismo, que el sentimiento republicano español está en pie, vivo siempre, a pesar de las visicitudes dramáticas a que estamos sometidos y del largo esperar, y a pesar de las decepciones que a través del tiempo ha sufrido el pueblo español. Estas banderas, estas representaciones de otros pueblos, presentes aquí en este estrado, que se unen a esa multitud, rindiendo un homenaje a la memoria de Manuel Azaña, muestra que no estamos, que no está la República Española olvidada en el concierto de las naciones; revela que la causa de España, hoy como en otro tiempo lo fue la de la República americana, hablo de la República de Jefferson y de Franklin; como la causa de la libertad en Grecia, por la que murió Byron; que la causa de la unidad de Italia, aquella Italia de Mazzini y Garibaldi, y la de la libertad de Polonia, la hermosa y noble patria de Mckienwiez, es la causa de todos los hombres libres de nuestro tiempo, de todos los hombres de recta y exigente conciencia, y que esta causa, a pesar de todo, se impondrá por cuanto representa de verdad y de justicia sobre el egoísmo y la cobardía de que está tejida la política actual de algunos pueblos que desertando de sus orígenes democráticos y traicionando a sus más ilustres, egregios númenes, no se han querido convertir en campeones de la justicia, apoyándose resueltamente en nuestra legítima demanda".

"Quiero, además, hacer resaltar que el hecho de hablar aquí, en esta sala, hogar escogido del arte, florón de esta ilustre ciudad de París, cuna inmarcesible de las libertades, cuyo nombre se haya inscrito en los anales de la humanidad, que tanto contribuyó a liberar, renovando la misión civilizadora de Grecia y Roma, nos hace sentir el calor y el aliento considerable y fraterno de la noble democracia francesa". (El orador, que se halla enfermo, da visibles muestras de fatiga). Y el hecho de que estén presentes aquí, como he señalado, los ilustres representantes de tantos pueblos, cuyas banderas, ante las cuales me inclino reverentemente, evocan unas la gloriosa figura de Kossouth, otras la señera figura de Massaryk, o el pensamiento libertador de Simón Bolivar, o la figura sensitiva y delicada de Chopín, o la bandera en la que fue envuelto Azaña, por faltarle la suya, la nuestra, la gloriosa bandera tricolor -me he referido al hablar de esa bandera que veo aquí, que señalo a la gratitud de todos, a la de Méjico, y detrás de la cual veo un pueblo combatiendo por la libertad y dibujarse la figura del general Lázaro Cárdenas-  y otras banderas, en fin, que recuerdan rasgos imperecederos, en los que vibra lo mejor de nuestra raza española, aseguran, amigos españoles, y yo quisiera que esto llegara a nuestra patria, el triunfo definitivo y próximo de la gran causa que representa la República Española" (Grandes aplausos).

El Exmo. Sr. Don Diego Martínez Barrio, Presidente de la República

El público puesto en pies da vivas a S.E. y a la República Española. Los vivas y aplausos se repiten durante largo rato. Hecho el silencio, el Sr. Martínez Barrio comienza diciendo:

"Señores, españoles: la revelación de don Manuel Azaña, como gran orador parlamentario, se produjo la tarde memorable del 13 de octubre de 1931, cuando en la Cámara de los Diputados se discutía el artículo 26 de la Constitución. Habló Azaña poco más de media hora. Sus palabras fueron cayendo, una a una, sobre la inteligencia y el sentimiento de los que escuchábamos. Se ensayaba, entonces una de las innovaciones que, en las costumbres políticas, hizo el Gobierno provisional de la República: la de que los Ministros pudieran, desde el banco azul, contradecirse y sostener opiniones distintas. De esa libertad usó el Sr. Azaña, al discutir el artículo 26. Reiteradamente  el Presidente del Gobierno provisional , D. Niceto Alcalá Zamora, había pedido a la Cámara la adopción de un texto elástico que permitiera al Poder público negociar con Roma. Buscaba, por tal camino, llegar a la formalización de un Concordato. Alvaro de Albornoz, Ministro de Fomento, defendió la disolución de las Ordenes religiosas. Fernando de los Ríos, que ocupaba la Cartera de Justicia, propuso una solución equitativa. Entonces se levantó a hablar el Sr. Azaña. Yo le escuché, desde un extremo del banco ministerial, admirado y curioso. La tempestad que desató sus palabras abrieron mis ojos a una realidad nueva: El Sr. Azaña era el intérprete de la conciencia política de una gran mayoría de diputados. Sentó, como doctrina parlamentaria ésta, que a muchos pareció irreprochable: «He penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora, ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizarían el sufragio y el rigor del sistema de mayoría. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este Partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. Este partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes»

"Al día siguiente, por dimisión de D. Nicetó Alcalá Zamora, el señor Azaña ocupaba la Presidencia del Consejo de Ministros, Comenzó, entonces, la obra magistral de desmostrar a la opinión que no había sido un simple obsequio de la fortuna su elevación a la jefatura del gobieno, sino que poseía cualidades singulares y, en algunos aspectos, únicas, para interpretar el pensamiento y la voluntad política del país. El hombre desconocido de la víspera se convirtió, de súbito, en la primera figura del régimen y, para aclamarle o denostarle, a él se dirigieron las manifestaciones tumultuosas  de los partidos. Una gran masa de opinión se sintió enardecida y apasionada, en tanto que los adversarios, sobrecogidos de temor, comenzaron a aborrecerle".

"Yo he gozado la maravilla intelectual y emocional de grandes discursos. He oído a Salmerón, majestuoso como un dios; a Moret, que conocía y utilizaba sabiamente los secretos del idioma; a Canalejas, cuya dialéctica, servida por enorme cultura, pasmaba a los oyentes; a D. Antonio Maura, artista de la palabra y del gesto; a Melquiades Alvarez, émulo de Castelar; a Lerroux que llegaba, con el más emocionado de los acentos, a las más altas cimas de la inspiración; al propio Alcalá Zamora, impecablemente correcto, en cuyo verbo se unían la grandeza de Donoso Cortés y la belleza literaria de Góngora; a muchos más... Pues bien, ninguno de ellos reunió las múltiples cualidades que se dieron en Azaña. Quizás alguno, fuese más elocuente; es posible que otros administraran mejor el gesto; admito, incluso, que Salmerón le aventajara en cultura filosófica, y Canalejas y Alcalá Zamora en cultura jurídica, pero la variedad de las condiciones oratorias y polémicas de Azaña fue superior a la de sus inmediatos antecesores y a la de sus contemporáneos". 

Azaña había fijado, como centro neutral de sus actividades, el Parlamento y cada semana, a veces cada tarde, ponía en el salón de sesiones cátedra de elocuencia. Los diputados afectos gozaban del triunfo, siempre renovado, de su jefe; sus contradictores soportábamos la derrota cotidiana, y quienes, además de contradictores lo tenían por enemigo, se irritaban y exasperaban. A todo discurso oponía el Sr. Azaña una contestación ingeniosa, aún cuando defendiera criterios políticos erróneos. Las interrupciones, no siempre oportunas, de los adversarios, eran rechazadas con un sarcasmo mayor. Nunca tuvo la mayoría parlamentaria de las Cortes Constituyentes guía mejor ni expresión más autorizada. Se dio el caso de que las voces de los Ministros que acompañaban al Sr. Azaña en el gobierno, resultaron pálidas y borrosas, incluso las de aquellos que tenían bien gana fama de polemistas. Cualquier discusión cobraba bríos, si el señor Azaña intervenía, en tanto que los empeños arriesgados enflaquecían cuando anunciaba el propósito de abandonarlos o realizaba el de desdeñarlos. Durante algún tiempo su voluntad marcó el rumbo de las contiendas, sin otra limitación que la impuesta por la propia inteligencia. Los mismos que procurábamos romper el encanto nos sentíamos sometidos por el arte del orador. Poco a poco se fue generalizando la creencia de que el señor Azaña, emuló, primero; y vencedor, después, en la Cámara, de sus contemporáneos más ilustres, ejercía tan gran influencia sobre las Cortes que éstas se habían convertido en instrumento dócil de sus ensayos políticos". 

Prosiguió don Diego Martinez Barrio, su exaltación sobre la figura de don Manuel Azaña, finalizando con la siguiente reflexión: 

"¿Qué nos congrega? ¿El culto a un hombre? ¿La devoción a una conducta ejemplar? ¿La contemplación alrededor de una figura ilustre en la historia de nuestro tiempo? Todo eso y algo más que eso. Nos reúne, también, fundamentalmente, y con ello rendimos el mejor de los homenajes al desaparecido, nos reúne nuestro común, indestructible amor a España, a su libertad y a la República".  (El público puesto en pie, da vivas a la República Española y a S.E. y ovaciona largamente al señor Martinez Barrio). 

Equipo de redacción de Eco Republicano


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