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El penal franquista de los horrores: Chinchilla de Montearagón

El penal franquista de los horrores: Chinchilla de Montearagón
Paco Arenas | España por la República

No debería haber visto esta foto. En el castillo/penal de Chinchilla de Montearagón estuvo como preso político mi abuelo Felipe López durante siete largos años, su delito, ser miembro de la UGT. Este penal fue de los peores de la dictadura, a él llevaban a los presos políticos que habían tratado de fugarse de otras cárceles, según cuenta una página de documentalista memorialista y republicana. Ignoro si mi abuelo fue allí por algo de eso, no tengo noticias. Lo cierto es que según contaba mi madre, fue torturado y cuando salió no sabía ni quien era. Fue mucho el tiempo que necesitó para recuperarse físicamente y anímicamente. 


El penal de los horrores, similar a otros muchos, como el Monasterio de Uclés, Castillo de Cuenca, Penal del Puerto, entre otros, fueron auténticos campos de extermino y tortura, en los cuales ningún día sabía si cuando abrieran la puerta de la celda o la galería, sería para decir tu nombre para asesinarte o torturarte.





Raro era el día, sobre todo en invierno, en el cual no apareciera un compañero muerto por culpa del frío, la desnutrición o cualquier enfermedad carcelaria. Era tal el régimen de terror en este penal, que eran muchos los presos que a la menor oportunidad, se salían de la fila para arrojarse por las murallas. 

Lo cerraron en 1946, es decir, que, si mi abuelo estuvo preso siete años, paso todos los que estuvo activo como penal para presos políticos.

Desde que he visto esa imagen, no paro de pensar en mi abuelo, Felipe López, no conocía cómo era ese penal, pensaba que era en el mismo castillo. Mi abuelo fue torturado allí, lo que cuento en la novela, de que lo metieron en una especie de tinaja, donde era imposible ni sentarse, con una gota de agua cayendo de manera constante. El suplicio, torturas y humillaciones, eran constantes, también de manera psicológica buscaban que sintieran hasta vergüenza por haber defendido la libertad, la legalidad democratica, hasta el punto que muy pocos de quienes sobrevivieron al horror, han sido capaces de contar lo que pasaron, como si ellos, los inocentes, fueran los culpables.

Me estremece, aún más, después de ver esta imagen, todo lo que ya sabía que paso. Pobre mi abuelo, pobre todos los que pasaron por ese penal y por todos los penales, campos de concentración y cárceles, pobres los 114.000 que todavía esperan en las cunetas. NO es cuestión de abrir heridas, es cuestión de cerrarlas, pero eso solo se puede llevar a cabo con VERDAD, JUSTICIA y REPARACIÓN.

En mi novela he procurado suavizar lo que me narraba mi madre, a pesar de todo es duro este pequeño extracto del capítulo XVII de Magdalenas sin azúcar, que sigue a continuación:

Capítulo XVIIº Días de oscuridad, noches en vela

Cuando Felipe abre los ojos está poco más o menos casi tumbado en posición fetal. No hubiese podido ser de otra manera debido a la estrecha superficie del habitáculo donde se encuentra. Se trata de una especie de tinaja parecida a la que utilizan en Juncos para guardar el vino. La oscuridad es absoluta, percibe un hedor a orines intenso, mezclado con olores fecales y otros más difusos: humedad, moho, tierra, olores que conoce, son similares a los que puede encontrar en las cuevas que se encuentran en la ribera del Júcar, en las que se ha resguardado en más de una ocasión en caso de lluvia. Una gota de agua cae de manera intermitente sobre la parte parietal de su cuero cabelludo, el cual tiene empapado como todo su cuerpo. Siente frío, un frío intenso. Mira para arriba y la gota le cae en los ojos, resbalando hasta la boca. Aprecia un escozor penetrante en los ojos al contacto con el agua, como si se tratase de un ácido. No obstante, al llegar a los labios comprueba que es agua dulce. En la nuca siente un dolor agudo. Si bien siente dolores por todos los rincones de su cuerpo, que sabe que son el resultado de los golpes. Sin embargo, en la nuca es algo diferente, se toca y nota la viscosidad de la sangre. No puede verla, pero la nota. Se lleva la mano a la boca y lo comprueba, la gota de agua ha producido una herida durante todo el tiempo que ha estado inconsciente. Maldice a un dios que le ha abandonado, maldice su suerte, se maldice a sí mismo, a su hermano y a sus antepasados comunes. Intenta acostumbrar la vista al lugar, poco más de un metro le separa de la pared de enfrente. Sus ojos recorren el habitáculo, puede llegar a distinguir que es una gruta vertical excavada a pico y pala, posiblemente está en los sótanos del castillo. No entra luz por ningún lado. Se incorpora con mucha dificultad pisando algo metálico, se trata de una especie de orinal, a su lado hay un plato que está vacío, no recuerda haber comido pero está vacío. No sabe el tiempo que lleva en aquel lugar, ni si es de día ni de noche, pero desde que lleva consciente, tan solo unos minutos, el tiempo se le hace eterno. Grita, pero nadie le escucha, se desespera. El tiempo pasa y nada parece que vaya a cambiar. En un momento dado se abre una especie de pequeña puerta y le dejan en el suelo un plato de sopa, o algo similar, y un trozo de pan. Al instante nota como algo corre por encima de sus pies, le entra un escalofrío, son ratas, que en instantes han devorado la sopa y el pan. En los días sucesivos anda ligero. Sin embargo, no siempre les gana la carrera a los roedores. Debe ser más rápido que ellas, de lo contrario no comerá y no podrá contarle a su hijo que un día no fue un cobarde, que un día fue valiente, a su lado estará María para confirmarlo. Ignora si cada vez que se abre la pequeña puerta pertenece al mismo día o a otro diferente, no sabe si la oscuridad pertenece al día o a la noche, si son noches en vela o si son días los que pasa sin dormir. Cierra los ojos, pero no duerme...

Puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ

© Paco Arenas
© Magdalenas sin azúcar


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