Víctor Arrogante
Cuando nací no tenía edad suficiente para darme cuenta de lo
que me rodeaba. Luego me lo contaron, lo leí y algunas cosas reviví. ¡En dos
siglos he vivido! Finalizaban los cuarenta tristes y miserables de la
posguerra, daban comienzo los cincuenta, tan austeros como aquellos, que dieron
paso a los del desarrollo y el "600". A principios de los años 50
habían proliferado los barrios de chavolas, por la llegada de andaluces,
extremeños y manchegos, que huyendo de la miseria buscaban trabajo; y por los
rojos represaliados que no tenían sitio en el Madrid oficial.
Parece que fue ayer; al alba de un día de julio, con
restricciones eléctricas, calor de verano y doña Enriqueta ayudando a mi madre
a sacar la cabeza −la mía− e ir tirando. Me bautizaron en la iglesia de
Covadonga, en la plaza de Manuel Becerra, la "plaza de la alegría",
donde los muerto recibían el último responso, camino del cementerio. Desde
entonces ha ocurrido casi de todo lo que puede ocurrir en una vida. Hacía tan
solo diez años que había terminado la guerra civil y se dejaba sentir la gran
represión política y social y la recesión económica que dejó como herencia; y
cuatro años hacía del fin de la Segunda Guerra Mundial, que había dejado en el camino
sesenta millones de muertos.
La Conferencia de Postdam en 1945, había condenado
enérgicamente la política de Franco, que sumió a España en un completo
aislamiento diplomático, que no le permitió beneficiarse del Plan Marshall.
Eran años del hambre, del estraperlo, de la escasez de los productos más
necesarios, del racionamiento, de las enfermedades, de la falta de agua, de las
restricciones eléctricas, del empeoramiento de las condiciones laborales, del
frío y los sabañones. Y las cárceles abarrotadas de presos políticos.
Desde el principio, fui titular de una cartilla de
racionamiento, privilegio que me aportaba semanalmente: cuarto litro de aceite,
cien gramos de azúcar, doscientos de jabón, un frasco de leche condensada y
cien gramos de tocino. Dieta ideal, que se completaba con la teta de la señora
Matilde; una vecina del sótano que acababa de parir a Manolito, quien fue mi
amigo y desde entonces hermano de leche.
En casa siempre se escuchaba música a través de la radio.
Especialmente la emisora EAJ2 Radio España de Madrid, Radio Madrid o ¡Radio
Intercontinental, Madrid! Coplas y más coplas en mis recuerdos: "el cordón
de mi corpiño", "la Zarzamora", "torre de arena",
"la bien pagá", "Campanera", "el emigrante",
"vino amargo", "adiós España querida", "ay pena,
penita", "Antonio Vargas Heredia" y tantas otras inmortales de
los maestros Quintero, León y Quiroga; y dos veces al día, "la
generala", llamando al parte informativo de Radio Nacional. Más tarde
llegaría "la Pirenaica".
Se inauguró la I Feria Nacional del Campo, algo así como una
Expo de andar por casa. Pabellones de todas las regiones, exposiciones de
ganado, productos de la tierra y muchos bailes regionales. Tenía menos de ocho
años, cuando fui con mi padre a la Casa de Campo. Recuerdo haber paseado con él
por la Gran Vía madrileña, y viajado en los autobuses de dos pisos. Con él entré
por primera vez en una sala de fiestas: Teyma −que estaba en los bajos del
Palacio de la Prensa en Callao, donde mi padre era maître−, "la sala
castiza de Madrid, con tres orquestas y grandes atracciones", pero no vi a
las coristas. Un año después, una mañana, con mi madre, vestida de negro luto,
recorrí la pista de baile, camino de la oficina del jefe, para arreglar los
papeles de su viudedad.
Por cierto, vivo en la misma casa en la que nací. Una calle
en los arrabales del barrio de Salamanca, detrás de lo que fue la Plaza de
Toros Vieja, en la que murió Granero, por una cornada en el ojo, que le dio el
toro Pocapena del Duque de Veragüa. Desde mi balcón veía los corrales de la
Plaza. Hoy veo la parte trasera del Palacio de los Deportes (WiZink Center).
Tras ser demolida la plaza de toros, después de la inauguración de Las Ventas
en 1931, se abrió una explanada, en la que sólo quedaron los abrevaderos, junto
a lo que sería La Casa de la Moneda. En la plaza, así llamábamos a la
explanada, jugábamos al fútbol, a las
chapas, cuando no se organizaban pedreas con chicos de otro barrio. Allí se celebraba
la verbena del Carmen, llegaba la caravana de la vuelta ciclista a España y se
instalaba el Circo Americano. Ninguno de aquellos espectáculos nos perdíamos.
El Gran Chéfalo, Pinito del Oro y los famosos payasos Hermanos Tonetti; José y
Manolo Villa del Río, eran amigos de mi padre y recuerdo, que teniendo yo
paperas, oírles decir: "pero Víctor, si no tienes para pan como vas a
tener para peras".
Mis primeros años se desarrollaron en un corto espacio de lugar:
al norte, el Parque de la Perona (dedicado Eva Duarte de Perón); al sur, las
vías del tren de Arganda (cuando el viento traía el sonido del pito del tren,
es que iba a llover); al este, mi colegio, la Fuente del Berro, las cuevas del
Arroyo Abroñigal y el cementerio de la Almudena; y al oeste el Madrid inmenso y
entrañable. Y cines a porrillo, al que íbamos los jueves por la tarde, a siete
pesetas la entrada. Mi calle era popular como ninguna. Vivía Lola Flores, los
Tres de Castilla, ciclistas y boxeadores, actores, cantantes, toreros y Jesús
Gil, en su taller, el que dijera que es más fácil salir de la cárcel que de
pobre; y tenía razón.
Mi primer colegio estaba en la Avenida de Felipe II, un
sótano iluminado por ventanucos en lo alto. No recuerdo lo que hacíamos, pero
si el nombre de la señorita Balvina, dueña y maestra. Tampoco recuerdo lo que
aprendí en el colegio cercano al Parque de la Fuente del Berro (inaugurado por
entonces), lo llevaban monjitas, era mixto, pero separados. El siguiente
colegio fue el de Don Pedro, un piso en la calle Ayala. Era habitual encontrar
colegios en pisos. Mi hermana Pilar estuvo un año en otro, en el que el maestro
era un señor inválido, que impartía las clases desde la cama. Maestro
republicano represaliado, que se ganaba la vida haciendo lo que sabía: enseñar.
Al siguiente año de morir mi padre −yo tenía ocho años−,
ingresé en el colegio Santa Ana y San Rafael, de los marianistas, filial de El
Pilar, pero para los niños pobres y con pocos recursos. No pagábamos nada y nos
daban los libros. Una cuestión de clases y diferencias; si en El Pilar
estudiaron José María Aznar, Juan Luis Cabrían, los hermanos Garrigues Walker o
Javier Solana; del Santa Ana y San Rafael salimos, El Dioni y yo mismo. Con los
14 años cumplidos y con los estudios primarios terminados, comenzó mi vida
laboral; botones en una oficina −350 pesetas al mes, 2,10 euros de hoy−. Había
terminado mi infancia.
Este mi primer oficio, me permitió pasear por la historia de
Madrid, que es mi pueblo. Villa desde 1123 y capital desde 1561. Parece como si
no hubiera pasado el tiempo. De Oeste a Este y en un hilo menor de dos
kilómetros, me encontraba con escenarios del teatro de la historia. Calle
Mayor, Plaza de Oriente y de las Cortes, Puerta del Sol, Puerta de Alcalá y la
Plaza Vieja; palacios, fortalezas, el pueblo y yo como testigos de la historia
de los madriles.
Recuerdo aquel 2 de mayo de 1808, a primera hora de la
mañana, la multitud comenzó a concentrarse ante el Palacio Real. Los soldados
franceses sacaban al infante Francisco de Paula, para llevarle a Francia con su
real familia. Al grito de ¡Que nos lo llevan!, el gentío intentó asaltar el
palacio. Apoyado en una farola a la entrada de la calle Bailén, vi llegar a la
Guardia Imperial con los mamelucos y la artillería disparando contra la
multitud. La lucha se extendió por Madrid. El pueblo contra los franceses, los
liberales contra los absolutistas reales, Fernando VII contra el pueblo, la
razón contra el despotismo y el oscurantismo contra la ilustración. Con el
¡vivan las caenas! y derogando la Constitución de Cádiz, se entronizó al Rey
Felón y a su descendencia que todavía colea.
Al pasar por la Plaza de las Cortes, recuerdo el golpe de
Estado del 23 de Febrero de 1981. Desde la tribuna de invitados, fui testigo
del secuestro del Gobierno de la nación y de todos los diputados. Las armas y
el exabrupto, frente a la palabra y la razón. Adolfo Suárez había dejado de ser
útil al rey y al sistema. Se dice que el golpe fracasó porque el pueblo sin
necesidad de salir a la calle, dejó bien claro que no estaba con el golpe; no
sé si fue esa la razón. También se dijo que el operativo de la asonada militar
estaba mal planteado y que las traiciones fueron moneda de cambio; seguramente
fue así. Lo cierto es que el golpe se dio "en nombre del rey" y el
rey Juan Carlos de Borbón, que estaba al corriente antes, durante y después del
golpe, lo desactivó (después de conocer el apoyo que contaba entre los jefes
militares de las capitanías generales). Pero el golpe tuvo consecuencias, como
reacción se consolidó el tierno sistema democrático diseñado durante la
Transición y se legitimó la Monarquía heredera del franquismo. Las Comunidades
Autónomas quedaron tocadas.
Otras historias y otros protagonistas, Madrid tiene a
cientos. Paseando por sus calles, con sosiego, se encuentran. Agosto es un buen
momento. Con un botellín de agua de cebada por las calores, los ojos alerta y
las piernas largas, aparecen y desaparecen con sus luces y sombras. La
imaginación pone lo que falta.
Víctor Arrogante
En Twitter @caval100
Víctor Arrogante, profesor y analista político, colabora en Eco Republicano desde 2013
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