Desde Eco Republicano recuperamos un artículo de Álvaro de Albornoz, escrito en el exilio, donde el autor rinde homenaje a uno de los más grandes hombres de la Segunda República: Manuel Azaña. En medio del largo destierro republicano, cuando España yacía bajo el yugo de la dictadura, Álvaro de Albornoz evoca la figura de Azaña como la encarnación más alta del pensamiento, la cultura y el espíritu moral de la España democrática, recordándonos que su legado sigue siendo una llama viva de inteligencia y decencia cívica.
Manuel Azaña, por Álvaro de Albornoz
Entre otros muchos republicanos ilustres -viejos gloriosos como Castrovido; jóvenes combatientes como el inicuamente sacrificado Zugazagoitia- han desaparecido las excelsas figuras de Marcelino Domingo, Julián Besteiro, Luis Companys, Manuel Azaña... Marcelino Domingo cayó en un momento oscuro, en medio de la emigración que acababa de irrumpir en Francia, cuando iba a cumplir una de esas misiones abnegadas de que está llena su vida ejemplar. Julián Besteiro murió en pleno sacrificio y en plena gloria, venerado por todos los españoles de limpia conciencia y corazón generoso. El atroz suplicio, magnifica la vida inquieta, azarosa, de infatigable luchador, de Luis Companys... Manuel Azaña, el más representativo de todos, puesto que es él solo un momento culminante de la vida pública española, sucumbe al lento y cruelísimo dolor de ver a España aherrojada, en medio de la emigración sin ventura, cuando el drama de Europa hace todavía más intensa la tragedia de nuestro país, en una de las horas más tenebrosas de la Historia.
Azaña es, más que ningún otro español contemporáneo, España, porque es, más que ningún otro español de nuestros días, Castilla. Castellana la faz adusta y castellano el espíritu recio, ponderado y grave. Castellana la palabra limpia y sobria, punzante a las veces de ironía amarga, como en Larra y como en Quevedo. Sus discursos, modelo de casticismo, podrían pasar de la improvisación parlamentaria a la antología. En las antologías quedará, por siempre, su maravilloso discurso de Valladolid, en que se siente a la patria española, no en las metáforas meridionales de los castellanos de adopción, sino en los terrones pardos y en las raíces duras de la tierra de que brotó el espíritu de los místicos y el alma indomable de los grandes capitanes. Y nunca, probablemente , tuvo la idea española, que es la idea castellana a un tiempo reconcentrada y dilatada, revelación más honda ni afirmación más alta que en el gran discurso sobre el Estatuto de Cataluña, brindado a la comprensión y a la paz de todos los pueblos peninsulares en trance de convertirse en un haz de fuerzas centrífugas.
Recia estirpe castellana y egregia estirpe intelectual. Azaña levanta una política achicada y emplebeyecida, basta darle el timbre y el corte de una gran política española. En él se continúa, tras unos lustros de apicaramiento parlamentario, la insigne tradición intelectual de los grandes políticos españoles. Por encima de la anécdota y del escarceo, tan caros a nuestros improvisadores y guerrilleros parlamentarios -¡ oh, manes de Romero Robledo!- podía levantarse y se elevaba a los temas permanentes de la vida española. En lenguaje muy diferente, con toda la distancia que va del romanticismo al neoclasicismo de que él gustaba como escritor, sus síntesis recuerdan a las de Castelar. Pero recordaba, sobre todo, el espíritu analítico de Cánovas, al que se parecía por la cultura, por el ingenio y por un cierto escepticismo elegante. Como orador su estilo tenía más bien parentesco con el de Canalejas, cuya gran figura, verdaderamente extraordinaria, se ha ido desvaneciendo en la vertiginosa sucesión de crisis de la política española contemporánea. E l destino lo eligió para pilotear un buque de débiles cuadernas en medio de escollos bravíos surgidos de una erupción revolucionaria, cuando hubiera podido ser un restaurador y un pacificador de alto bordo.
Porque unía a la inteligencia aguda y penetrante una sensibilidad exquisita. Buen gusto en las letras, y en las relaciones humanas, tolerancia. Tolerancia contra la intolerancia española. Sin ser un liberal de escuela, de doctrina, tenía del viejo liberalismo eterno el más profundo y delicado respeto a la personalidad humana. Era tal vez de todos los grandes políticos españoles el menos contagiado de la pasión nativa, el más refractario a la arbitrariedad y al desorden. Sus nervios finos y pulidos rechazaban la violencia, todavía más que como una injusticia, como un absurdo. Quiso también el destino, además de asignarle una función revolucionaria, a él que era un conservador en el más alto y noble sentido de la palabra, que le tocara sufrir, en medio de la salvaje violencia, torturas capaces de abatir el corazón más empedernido.
La reacción española, de fondo cavernario y ancestral le odiaba precisamente por estas cualidades excelsas: la inteligencia, la finura, la tolerancia. No creía tener, porque así lo sentía, nada de común con él. Podía reconocerse en otros adversarios, incluso en los jacobinos más turbulentos; en él, no. Le parecía un monstruo precisamente por la humana excelsitud. Humana excelsitud que culmina en las palabras finales del gran discurso del Salón del Consejo de Ciento de Barcelona, el último que pronunció. Con hondo temblor de emoción, con esa emoción de los hombres fríos que conmueve hasta las piedras, dijo las tres palabras que son a la vez un testamento y un programa para España: ¡ Paz! ¡ Piedad! ¡ Perdón! Palabras dignas de ser esculpidas con el-más glorioso epitafio sobre una tumba que algún día España honrará y bendecirá.
Álvaro de Albornoz
México, agosto de 1944.








