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Eduardo Calvo García: Laicidad

Estado laico personas libres
LAICIDAD

Eduardo Calvo García 

La laicidad es un concepto relativamente reciente, puesto que en su forma actual fue institucionalizada en Francia en 1905.

El término laicidad es habitualmente mal entendido fuera de las fronteras de Francia, hasta el punto que la palabra laïcité no tiene traducción a la mayoría de otras lenguas, teniendo que utilizarse ésta en sus textos en francés.

En este sentido, sería conveniente aclarar la diferencia terminológica de los vocablos: Laicismo y laicidad, para distinguir a qué nos queremos referir.

(Espasa) Laicismo, de laico, del latín laicus: DOCTRINA que defiende la total independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa.

(Larousse) Laicidad, del francés laïcité: Se designa como una actitud práctica de fórmula social, una neutralidad y separación de competencias, desprovista de la carga ideológica e histórica del laicismo.

Parece por tanto útil explicar, evaluar sus orígenes, sus implicaciones modernas y su futuro.

La laicidad se apoya sobre dos pilares: La ética; en sí misma la libertad absoluta de conciencia, y el estatus cívico; que define la separación de las Iglesias del Estado.

La laicidad establece estrictamente la diferencia entre dos universos distintos: El interés general y la convicción individual.

Bien entendido lo anterior, se hace indispensable reconocer la existencia de un extraordinario abigarramiento cultural, que no va a dejar de acentuarse con la integración a Europa de pueblos cada vez más diversos.

La cuestión está en saber cómo se podrá administrar esta diversidad, manteniendo el precepto universalista republicano.

A tal efecto hay que resaltar que la duda identitaria, el miedo a perder el alma y la propia identidad, alimentan todas las formas de integrismo étnico, cultural y sobre todo religioso que ven la laicidad, no como una elección de sociedad y condición para una paz social, y sí como un riesgo suplementario de disolución de la misma identidad.

La laicidad es regla de vida en una sociedad democrática.

La laicidad es explícitamente consustancial con la República.

La laicidad impone que al Ser humano le sean dados, sin distinción de clase, de origen o confesión, todos los medios necesarios para que sea él mismo, libre de sus compromisos, responsable de su desarrollo y dueño de su destino.

La reivindicación laica debe hacerse esencialmente allí, donde una Iglesia, como ocurrentemente aquí en España, la católica romana, ha querido imponer su poder totalitario en su estricto sentido, es decir, englobando todos los aspectos de la sociedad civil, política y económica en su favor; definitivamente allí, donde la religión se ha convertido en Poder.

Frente a este Poder, en el transcurso de la historia, se han manifestado veleidades sucesivas de liberación, tanto políticas como espirituales, o las dos a la vez.

Es en la Edad Media y en el seno de la propia Iglesia católica, cuando nacen estos movimientos rápidamente calificados de heréticos y urgentemente sofocados.

Desde los primeros reformadores hasta los filósofos del XVIII, la idea evolucionó, permaneciendo sin embargo asociada a un doble movimiento emancipador: el del pensamiento liberador, poco a poco, de las creencias obligatorias y al de una sociedad reivindicadora de las libertades políticas.

Contra ésto, la Iglesia católica dirigida por un papado aferrado a un poder temporal que no se lo reconocen ni sus textos fundacionales, se ha ido enrocando cada vez más en un rechazo total a cualquier movimiento emancipador.

La alianza más que milenaria del Trono y el Altar, hizo inevitable la contestación religiosa a partir del momento en que se desarrollaba la contestación política.

Dentro de este estado de ánimo, los filósofos del XVIII, animados por el espíritu de las Luces, iniciaron un doble asalto ideológico contra las dos formas de absolutismo: el real y el religioso.

La reivindicación de la libertad de pensar y la referencia a la Razón, radicalizaron estos movimientos.

En el siglo XIX, la formación progresiva de la idea republicana, basada en las libertades revolucionarias, el progreso social y la liberación de los espíritus de toda forma de oscurantismo, aportó el último toque a esta evolución.

La separación de la Iglesias y el Estado podría haber simbolizado el fin de una etapa esencial, si no hubiera estado después continuamente cuestionada de forma directa o no por los ataques de aquellos que se mantienen persuadidos de que el ser humano es incapaz de asumir plenamente los efectos de su libertad absoluta de conciencia.

El humanismo laico reposa sobre el principio de la libertad absoluta de conciencia.

Libertad de espíritu: Emancipación más allá de toda consideración de todos los dogmas, derecho a creer o no creer en Dios; autonomía del pensamiento frente a cualquier obligación religiosa, política o económica; liberación de los modos de vida referentes a los tabúes, a las ideas dominantes y a las reglas dogmáticas.

La laicidad dirige todos sus esfuerzos para liberar a la infancia y los adultos, de todo aquello que les aliene o pervierta su pensamiento, especialmente de las creencias atávicas, los prejuicios, las ideas preconcebidas, los dogmas, las ideologías opresoras, las presiones de orden cultural, económico, social, político y religioso.

La laicidad sostiene desarrollar al ser humano en el marco de una formación intelectual, moral y cívica permanente, en el espíritu crítico y en el sentido de la solidaridad y la fraternidad.

La libertad de expresión es el corolario de la libertad absoluta de conciencia. Ella ostenta el derecho y la posibilidad material de decir, escribir y difundir el pensamiento individual y colectivo.

Las nuevas técnicas de la comunicación hacen a esta exigencia mucho más vital. En este campo de las comunicaciones y la información, más que nunca, la vigilancia debe de estar particularmente atenta, frente a los enormes medios de manipulación y perversión del pensamiento.

La ética laica es muy simple. Ella reposa sobre los principios de la tolerancia mutua y el respeto hacia los demás y al de uno mismo. El bien es todo aquello que libera; el mal es todo lo que esclaviza y envilece. La laicidad está siempre atenta dentro de este contexto para ofrecer al ser humano todo lo necesario para que adquiera una total lucidez y una plena responsabilidad de sus actos y pensamientos.

Fundamentada sobre las necesidades de la vida en sociedad y la promoción de la libertad individual, la ética laica es esencial para la construcción de la armonía social y el fortalecimiento del civismo democrático.

La ética laica tiende a instaurar, más allá de las diferencias ideológicas, comunitarias o nacionales, una sociedad humana, favorable al completo desarrollo de todos, sociedad de la que serán excluidos toda explotación o condicionamiento del hombre por el hombre, todo espíritu de fanatismo, el odio y la violencia.

Es cierto que la tolerancia es la consecuencia lógica de los valores precedentes y que por tal, la armonía social está en peligro; pero la tolerancia sólo tiene sentido si ésta es mutua, y no es menos cierto que ella tendrá siempre por límite la intolerancia, el desprecio al otro, el racismo y el totalitarismo.

El rechazo al racismo y a la segregación en todas sus formas es inseparable del ideal laico. La sociedad moderna que la laicidad pretende no puede ser la simple yuxtaposición de comunidades, que en el mejor de los casos se ignoran y en el peor se exterminan. Ninguna sociedad pacífica se puede construir sobre la separación definitiva de grupos culturales, lingüísticos, religiosos, sexista etc.; es muy fácil pasar de la separación a la segregación; es muy fácil pasar de las rivalidades a los conflictos, a pesar de que la separación sea presentada como una necesidad vital para el desarrollo.

El ideal laico no puede en ningún caso acomodarse a la idea de "desarrollo separado" habitualmente utilizado en las sociedades de tipo anglo-sajón. El principio mismo de "discriminación positiva" no puede constituir en si mismo una solución para la liberación de un grupo. El único medio de desarrollo social es la integración (diferente a la asimilación), la participación de todos en una colectividad de ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes. Los únicos grupos sociales aceptables reposan sobre la alternativa, la libre pertenencia y la apertura.

La ética laica conduce inevitablemente a la justicia social: Igualdad de derechos, igualdad de deberes, igualdad de oportunidades. La instrucción laica, la escuela, el derecho a la información y el aprendizaje de la crítica son las condiciones de esta igualdad.

Más allá de los principios, la laicidad es una actitud en la que sus campos de aplicación cubren todos los aspectos de la sociedad.

El principio de este estatus cívico, jurídico e institucional es simple. Éste reposa sobre la clara distinción por cada ciudadano entre la esfera pública y la esfera privada.

La esfera privada, la personal, la de la libertad absoluta de conciencia, es donde se expresan las condiciones filosóficas, metafísicas, las creencias, las practicas religiosas eventualmente y los modos de vida comunitarios.

La esfera pública, la ciudadana, es donde el ciudadano evoluciona social, económica, política y jurídicamente. Las reglas están claramente definidas y basadas sobre los Derechos del Hombre. Ningún grupo, ningún partido, ninguna secta, ninguna iglesia, pueden pretender penetrar a la fuerza y captar para su provecho el funcionamiento de la sociedad republicana como tal definida.

La separación de las Iglesias y el Estado es la piedra angular para la laicización de la sociedad. Ella no podrá sufrir excepción, ni modulación, ni ajuste. Su totalidad, su integridad, son la condición para su propia existencia.

La laicidad ostenta la única fórmula que permite a cada uno creer o no creer y de liberar a las mismas iglesias de las lógicas ligazones convencionales con el Estado.

Si las iglesias quieren existir, que sus fieles les proporcionen sus medios en tanto que la religión es un asunto de convicción personal.

Si el Estado garantiza la total libertad de cultos, así como la de expresión y difusión del pensamiento, éste no favorece a ninguno ni a ninguna comunidad, y mucho menos, financiera y políticamente.

Tampoco corresponde al Estado regular las relaciones entre las iglesias a partir del hecho de que no reconoce a ninguna.

En el cuadro general de sus atribuciones políticas, el Estado protege el ejercicio de las libertades individuales de cada uno, el orden público y la armonía social entre los ciudadanos.

A partir del momento en que el Estado considera que la religión es definitivamente considerada un asunto privado y que ésta no es susceptible de su atención, excepto en la medida en que sus manifestaciones puedan atentar contra el orden público, con toda lógica, las iglesias no pueden reivindicar ninguna ayuda, ningún privilegio ni ningún trato particular.

Aún menos, las iglesias podrán estar dotadas de estatus oficial, fuera del respeto a la ley común que rige la libertad de asociación.

La ley republicana, consecuentemente, no reconoce ni el delito de blasfemia ni el de sacrilegio, puesto que este reconocimiento conduciría inevitablemente a la institucionalización de la censura.

La primera manifestación de carácter laico de una República es la independencia del Estado y de todos los servicios públicos frente a las instituciones o influencias religiosas.

La laicización de los estatutos individuales, al igual que los de los servicios considerados indispensables para el funcionamiento de la sociedad, es uno de los aspectos esenciales para el ejercicio de la libertad e igualdad de los derechos: El nacimiento, la vida, la muerte, no son por más tiempo considerados únicamente bajo el ángulo de la religión o pertenencia comunitaria y sí bajo el de la libertad individual.

La igualdad de todos a los servicios públicos: La eventual pertenencia a un grupo religioso, étnico, social etc... no puede ser tomado en cuenta, en lo que concierne al acceso de los usuarios. La simple mención oficial a cualquier pertenencia debe ser considerada como discriminatoria. Es evidente que el hecho mismo de servicio público está estrechamente ligado a la práctica de la laicidad.

Las leyes civiles son las únicas habilitadas para organizar los asuntos de la vida cívica y social: Los representantes de la República, electos o funcionarios, respetan, en contrapartida en el ejercicio de su función, una absoluta neutralidad, frente a las practicas individuales o colectivas y observan una estricta obligación de reserva.

La escuela laica y republicana debe estar preservada de toda penetración económica, confesional o ideológica, aunque ésta venga disfrazada de "cultural". La escuela no es un lugar de manifestación o enfrentamiento de diferencias; la escuela es un lugar donde son suspendidos de común acuerdo los particularismos y las condiciones de hecho. La escuela debe proscribir toda forma de proselitismo.

Todo lo que ha precedido no quiere decir que la República niegue las pertenencias comunitarias. Ellas existen de hecho y serán muy respetables mientras que éstas no cuestionen los principios de la libertad individual, de la dignidad humana y de la igualdad.

En un mundo caracterizado por la más profunda convulsión de las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales que se ha conocido después de siglos, la laicidad aparece como la respuesta a esta interrogación fundamental. ¿Qué hacer para remediar la inquietud debida a la angustia, a la indiferencia, al abandono de la noción de la responsabilidad y a la violencia?

En una sociedad cada vez más multicultural, la laicidad puede enseñar a los individuos a cooperar para encontrar los modelos de un buen entendimiento para armonizar sus diferencias. Ya se han descrito los peligros del comunitarismo. Los nacionalismos resurgen de nuevo con fuerza en Europa alimentándose de los odios religiosos y étnicos. La laicidad es la única idea susceptible de establecer las condiciones para una paz social duradera.

Falta mucho por hacer en la misma Unión europea donde raros son los países que tienen los dispositivos políticos y jurídicos cercanos al sistema laico francés o que puedan evolucionar en este sentido. Las lógicas concordatarias permanecen en materia de religión poderosamente dominantes.

La intervención cada vez más frecuente del aparato judicial para solucionar los problemas ligados a las prácticas comunitarias (velo islámico en la escuela) es inquietante. Es a la República a quien corresponde definir las medidas unitarias que hay que cumplir. La vida en sociedad no debe solucionarse con el establecimiento de una jurisprudencia para las prácticas y relaciones intercomunitarias.

Los progresos de la ciencia deben de estar liberados de toda influencia de grupos de presión, sobre todo de los religiosos. El interés general y el respeto al ser humano deben ser los únicos beneficiarios de estos progresos.

La laicización del estatuto de los cuerpos (amor y sexualidad, muerte, enfermedad) está por hacerse. La libre disposición de los cuerpos, las modalidades sociales de la vida en pareja y de la vida en familia, las garantías fundamentales de las libertades en estos temas, los derechos y la dignidad de los niños, son campos de aplicación de una laicidad, única garante de la libertad de los espíritus y los cuerpos.

En la composición de los comités de ética que se vayan a crear aquí o allá es muy importante favorecer la elección de miembros en función de su competencia y no de sus convicciones. El fin de estos comités no es el de vigilar las condiciones necesarias y suficientes para el ejercicio de las libertades y el respeto a la dignidad humana y sí el de tratar de mantener hábilmente los equilibrios entre las comunidades.

La cultura y la creación artística, la información y la comunicación deben participar ampliamente en la formación de las conciencias, que no debe estar solamente reservada a la escuela. En esto convendrá estar constantemente vigilantes, no solamente a los tabúes religiosos o dogmáticos, también a los grupos de presión económica o ideológica que quieran imponer cualquier limitación a la libertad, por ejemplo, para asfixiar económicamente la vitalidad de expresión de las minorías.

La laicidad no es una noción trasnochada, sí al contrario, una idea de progreso a la que múltiples campos de aplicación se le abren.

La laicidad es una regla de juego. Esta regla es aplicable al conjunto de la sociedad. La laicidad no es el resultado de contratos evolutivos entre comunidades o grupos. La laicidad es una noción que reposa sobre los principios humanistas forjados durante el curso de la historia. Ella es una fuerte afirmación de sentido y de valor al servicio de la libertad individual. La laicidad es la más segura garante de la paz civil. Ella porta en si mima una moral personal y una ética social. Ella es acción, voluntad, resistencia; resistencia a la comodidad de la renunciación y al confort del pensamiento único.

Eduardo Calvo García, es miembro de Unidad Cívica por la República

Artículo publicado el 3 de enero de 2005

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