No es por nostalgia, porque yo no había nacido todavía. Es por hacer un ejercicio de memoria histórica. El día 22 cumplo sesenta y cinco años y el golpe fascista se perpetró el 18 de julio de 1936, trece años antes de nacer yo. Pero lo tengo vivo en la memoria, por los recuerdos que mi madre me transmitió. Mis padres y todos los miembros de la familia, que vivieron aquellos acontecimientos, han fallecido. La mayoría por muerte natural; mis abuelos paternos, por las balas de Franco, ante un paredón en Toledo.
Cada año por estas fechas, el grupo parlamentario de La Izquierda Plural, viene presentando en el Congreso de los Diputados, alguna proposición de ley, para que se declare el 18 de julio como día oficial de condena de la dictadura franquista. Los diputados del Partido Popular, como es previsible, sistemáticamente votan en contra y UPyD también se abstienen, argumentando que lo que se propone es «la reactivación del clima de la Guerra Civil». Pese a las negativas y abstenciones, sigue siendo necesario un debate público, abierto y profundo sobre los desaparecidos, las violaciones de los derechos humanos y los crímenes cometidos bajo la dictadura de Franco, porque en un país que pierde la memoria histórica, termina perdiendo la dignidad.
Quiero hacer memoria sobre lo que significó el golpe de estado del 18 de julio de 1936 y sobre lo que los golpistas pretendieron con su acción, que sumió a los españoles en una guerra civil de tres años y, con la victoria de los llamados nacionales, en una dictadura que duró más de cuarenta. Hoy, algunos querrían volver a esos negros años.
La conspiración militar se puso en marcha nada más formarse el gobierno de Azaña, tras la victoria del Frente Popular. En la calle estaban cantado, en los despachos era conocido y los cuarteles eran hervideros de conspiradores. Al gobierno le llegaron noticias sobre lo que se estaba tramando y no actuó, con la contundencia debida, contra la conspiración. Exceso de confianza, errónea valoración política, falta de ánimo y valor, para abordar la situación, llevaron a la tragedia.
El golpe de estado se dio contra la legitimidad de la República. Políticamente fue antidemocrático; jurídicamente anticonstitucional; socialmente conservador y tradicionalista; espiritualmente clerical; ideológicamente totalitario; económicamente capitalista; militarmente absolutista; y moralmente inhumano. El plan abarcaba todos los sectores y actividades. Comprendía una acción de fuerza militar, desde diferentes puntos de España y África; una colaboración religiosa y una acción social, que debía poner en juego a la banca, la judicatura, la industria, y a grupos políticos de acción violenta. El directorio del general Mola, coordinaría todos los recursos a su alcance: fuerzas militares, ayuda diplomática, financiera, armamento y personal voluntario
El libro Los mitos del 18 de julio (coordinado por Francisco Sánchez Pérez), viene a dar respuesta al revisionismo histórico que hace la derecha, para descalificar a la República y legitimar la rebelión. Según las tesis que defienden sus autores, el brazo ejecutor del golpe fueron militares desleales a su juramento en defensa de la República y los civiles que tenían un papel fundamental para que triunfase. Estaban implicados, militares desleales, falangistas, monárquicos, la derecha conservadora más reaccionaria y la iglesia católica, que habían oprimido al pueblo durante siglos. No fue «un golpe doméstico», sino que contó con la Italia fascista, quién jugó un papel determinante para el triunfo del golpe, vendiendo y suministrando armas, antes y después.
La fecha de inicio del golpe de Estado, nada tuvo que ver con el asesinato de Calvo Sotelo. Todo estaba previsto con antelación, ligado a los contratos de compra de armas y al apoyo italiano prometido. En el diseño del plan director no estaba prevista la defensa de la iglesia y del catolicismo, ni era un objetivo de motivación. El golpe tampoco «pretendía acabar con ninguna insurrección armada en marcha», porque no la había; sino eliminar las reformas abordadas durante el primer bienio republicano (agraria, laboral, militar y de la enseñanza) y defender la unidad de España.
Ninguna organización republicana u obrera «tenía el propósito de subvertir el orden constitucional» en la primavera de 1936; porque o no querían o no podían. Tampoco había en marcha ninguna intervención de la URSS en España. La política de Stalin, desde 1925, no era de expansión, sino de «socialismo en un solo país», en la URSS. Antes del golpe, no había un estado de «violencia revolucionaria o de terror rojo», no había ninguna dinámica de exterminio ni de «liquidación de los enemigos de clase» y no se asesinaba a las «gentes de orden». El número de empresarios y propietarios asesinados en los meses anteriores al 18 de julio es mínimo, y tampoco se dio muerte a ningún religioso.
La República no fue un fracaso que «conducía inexorablemente a una guerra», sino que fue destruida por un golpe militar, con la connivencia de un país extranjero y que, al no triunfar en buena parte del territorio y en Madrid, se encaminó de forma irremediable a una guerra civil. Fue la sublevación quien colapsó la administración republicana. La República, durante la guerra, tuvo que enfrentarse a una parte de la izquierda obrera, que entendía que la democracia era irreconciliable con el capitalismo, temiendo que se entregase, pacíficamente, al fascismo, como había sucedido en toda Europa.
La pretensión de cada grupo social y estamento rebelde era la defensa de sus propios intereses: la aristocracia pretendía la conservación del rango y los privilegios; los capitalistas, la libertad de explotación de los trabajadores y la defensa a ultranza de la propiedad; la iglesia, la anulación de las disposiciones que habían mermado sus fueros; los terratenientes e industriales, impedir la reforma agraria y la intervención obrera en las empresas; la prensa de derechas, el derecho a crear opinión y defender el negocio; los militares, profesionales, burócratas y burgueses, la restauración de un orden rígido y autoritario que respetase el escalafón, la jerarquía, la antigüedad y las prebendas. Los vencedores establecieron una dictadura para perpetuar esos intereses y la mantuvieron mediante la represión y la violación de los derechos humanos.
Mientras los tribunales argentinos siguen investigando los delitos de lesa humanidad cometidos durante la guerra civil y la dictadura franquista, el Gobierno español pone trabas al juicio internacional, alegando la prescripción de los delitos y sigue sin condenarlos. Los desaparecidos del franquismo, según la Plataforma de Víctimas de Desapariciones Forzadas, fueron 140.000 personas, entre víctimas de la guerra civil y de la dictadura. A finales del pasado año, la Audiencia Nacional tenía abiertos 143.353 expedientes sobre desapariciones. Siguen enterrados en 2.000 fosas comunes sin abrir, en las cunetas de las carreteras y en las catacumbas del Valle de los Caídos.
No quiero terminar esta reflexión sin recordar a mis abuelos. Cuando fueron fusilados, vivían en Toledo, en el Callejón de los Niños Hermosos, en la judería toledana. No me consta que mis abuelos fueran «rojos peligrosos». Tampoco conozco las razones que arguyeron los asesinos para matarlos, tras la liberación de El Alcázar. No se celebró juicio ni se declaró sentencia de muerte antes del ‘paseo’ criminal. Oigo las botas contra el empedrado, los gritos y empujones, los culatazos de los fusiles sobre sus espaldas. Veo la cara perpleja y asustada de mi abuela Antonia Arrogante, embarazada, y las caras descompuestas por el odio de los sacadores. Oigo el sonido seco de las descargas de los fusiles y el taac, taac de los tiros de gracia junto a un paredón en la vega del Tajo.
No tengo herida abierta ni dolor en mi memoria; pero sí un desprecio frío y razonado contra quienes propiciaron el golpe de Estado, hace ahora setenta y ocho años, contra la República. También siento desprecio por quienes hoy siguen justificando aquella barbarie, que causó tanta muerte y sufrimiento. Recuerdo para mantener mi dignidad.
Víctor Arrogante, profesor y columnista.