En estos tiempos en los que todo el mundo habla de cambios en la Constitución, en los que parece que el régimen surgido de la Transición, sumido en una insoportable corrupción, ha fracasado en dar respuesta a los graves problemas que ha planteado la crisis, que no solo es económica sino también de valores, el libro del profesor Lorenzo Peña Estudios republicanos: Contribución a la filosofía política y jurídica, editado por Plaza y Valdés en 2009, adquiere un extraordinario interés. La obra, un conjunto de ensayos que abarca cuestiones fundamentales y que no solo aquilata los valores de la tradición republicana de origen latino y español, ofrece también lineamientos actualizados para, como el mismo autor expresa, “no posponer indefinidamente la tarea de preconizar transformaciones constitucionales que nos traigan un sistema republicano”.
La fraternidad, uno de los tres principios proclamados por el viejo adagio revolucionario, es, nos explica Peña, el valor central del ideario republicano. El liberalismo concibió la sociedad como una convención humana, como un pacto entre seres libres e independientes que no tenía más obligaciones que las contenidas en el mismo por la propia voluntad de los individuos. Se trata del individualismo liberal. Ello, sin duda, fue muy útil en la ruptura con el Antiguo Régimen, allá en los albores del siglo XIX. Pero los tiempos cambian, la noción de bien común progresa. Superado el error ontológico liberal, sobre todo después de los horrores de la primera guerra mundial, una más progresista interpretación de la naturaleza humana concibe al hombre como un ser eminentemente social. El hombre, en contra de los presupuestos liberales, siempre ha vivido en sociedad. Y es ese sentido de pertenencia natural a una sociedad –ya sea una familia, sociedad humana primigenia, o una nación, sociedad cultural más compleja ligada a un territorio y soberana– el que genera un derecho, anterior a cualquier pacto u ordenamiento jurídico, a participar del bien común de esa sociedad. Pero esta es solo una parte del natural sinalagma: existe también el correlativo deber de contribuir, en la medida de las posibilidades, al bien común de esa sociedad. Lo contrario equivaldría a que unos cuantos vivieran del trabajo de los demás. Tales son las implicaciones del valor de la fraternidad.
La nueva concepción obliga a un replanteamiento de la función social del Estado y, por tanto, de su corolario: los derechos fundamentales. El individualismo liberal concibió estos como derechos con un contenido básicamente “negativo”. Esto es: derecho a no ser interferido en el ejercicio de la propia libertad, de la dignidad, del trabajo… El republicanismo, en una visión coherente con sus principios, da el paso ulterior y los concibe con un carácter social y con un contenido decididamente “positivo”. El Estado, la sociedad, al igual que una familia, tiene la obligación de garantizar el ejercicio de esos derechos a sus miembros, quienes a su vez también poseen la obligación contribuir al disfrute de los mismos por el resto de los miembros de esa sociedad. Ese es –señala Peña– “el comienzo y el fin de los derechos individuales”, que supone “el deber impuesto a la colectividad, a la autoridad constituida, sea la que fuere, de velar por que cada uno logre esos bienes, y de no implantar ni tolerar ningún orden de cosas que impida a los individuos acceder a esos bienes”.
Peña nos descubre de manera magistral el punto de ruptura entre el orden socioeconómico republicano y el liberal: el espinosísimo problema del derecho de propiedad, el crítico problema de los recursos. El liberalismo interpretó el derecho de propiedad como absoluto, como prioritario en cualquier ponderación en caso de fricción con otros derechos individuales. El análisis republicano, en cambio, le impone una servidumbre, la servidumbre preceptiva de fraterna solidaridad. Surge así el concepto de utilidad social de la propiedad. El derecho de propiedad se restringe, se subordina, al derecho de disfrute de los bienes básicos por los demás. No se trata de eliminarlo, aunque sobre eso hay opiniones. Se trata de explorar otras posibilidades, como los derechos de uso y disfrute, o los bienes públicos, para dar una más adecuada satisfacción a algunas de las necesidades humanas, evitando eventuales acumulaciones de riqueza innecesarias que no tienen ningún fin social y permiten intolerables desigualdades. Frente a estos cambios en el orden socioeconómico, Peña dedica incluso un novedoso análisis de las llamadas leyes económicas y a su posible reacción adversa. La conclusión es irreductible. Es la concepción del Estado y de sus instituciones la que debe configurar las relaciones económicas y no al revés. Se desafía así la premisa neoliberal.
Es desolador, con lo que está sucediendo, constatar cómo la Constitución de 1978 proclama –entre otros lugares– en su primer artículo que “España se constituye en un Estado social y democrático de derecho”, así como en su artículo 33 reconoce “la función social del derecho de propiedad”. Lorenzo Peña realiza una lectura de esta Constitución, una lectura oculta que revela las profundas contradicciones del régimen surgido tras la muerte de Franco y que conduce a un “inevitable distanciamiento crítico respecto de la obra de la Transición”. Una Constitución que, entre otras cuestiones, impone, de hecho, un inaceptable régimen de soberanía compartida. Frente a ella se analiza también pormenorizadamente la Constitución republicana de 1931 que, con todo, llevó a cabo la grandiosa obra de la Segunda República.
El libro aborda otras cuestiones. La más importante de ellas es el problema de la monarquía. Peña analiza la anacrónica institución desde muchos puntos de vista. No es momento de entrar ahora en ello. Baste decir que es evidente que dicha institución, un “fenómeno de privatización de lo público”, es contraria al principio de igualdad y, por tanto, al de dignidad y que solo por ello “la república garantiza la libertad y la monarquía no”. Se propone un modelo de democracia, la “democracia justificativa”, que con sus propuestas –algunas de ellas sorprendentes y polémicas– incide en lo que parecen mínimos inexcusables para un urgente proceso de regeneración democrática: la necesidad de legislar en contra de la actual partitocracia, reactivando el secuestrado parlamentarismo, y la necesidad de establecer un sistema de reforma constitucional más flexible frente a la actual “súper-rígida”, “acorazada”, Constitución de 1978. Se aborda también la cuestión internacional que, en deducción racional de los principios profesados, aspira a una república universal basada en la integración fraternal humana, en la ciudadanía compartida y en el reparto global de la riqueza.
Ése es, desgranado por Lorenzo Peña, el mensaje sencillo y puro de la república. Un mensaje basado en la tradición republicana latina, principalmente francesa, pero también en la vasta y patriótica obra del republicanismo histórico español con personajes como Pi y Margall, Castelar, Joaquín Costa, Fernando de los Ríos, Angel Ossorio y tantos otros, conocidos y anónimos. Un mensaje que ha de ser urgentemente rescatado para que la memoria colectiva de los españoles no sea “dolorosa, sino que, en primer lugar, sea una memoria gozosa y gloriosa, la de los afanes, las luchas por ideales y valores que siguen vigentes”.
Sergio Camarasa
Fuente: www.cronicapopular.es
Autor: Lorenzo Peña
Editorial: Plaza y Valdés Editores, Madrid/México D.F., 2009