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Elogio del Republicanismo, por Luis Arias Argüelles-Merés

Elogio del Republicanismo, por Luis Arias Argüelles-Merés
Luis Arias Argüelles-Merés, me permito reproducir aquí el texto que escribí para un acto del Ateneo Republicano de Asturias el 14 de abril de 2001 en Cangas del Narcea. Ya llovió, lo sé, pero acaso convenga recordar que el republicanismo se defiende "per se", sin necesidad de que tengamos que compararlo con nada ni con nadie. En 2001, la Monarquía era casi intocable. Sin embargo, los argumentos de entonces son válidos ahora.




ELOGIO DEL REPUBLICANISMO

Preliminares

Antes de nada, quiero agradecer al Foro Republicano cangués y al Ateneo Republicano que hayan contado conmigo para la conferencia que voy a pronunciar. En el Occidente de Asturias me siento en casa. Soy un salense, hijo de un maestro republicano represaliado, nacido también a orillas del Narcea. Esta parte de Asturias fue, es y seguirá siendo un vivero extraordinario para el republicanismo, desde Riego a Maldonado, pasando por otros ilustres personajes. Para mí, como para los cangueses, el Narcea es un acorde que me acompañará siempre. Doy, sin más preámbulos, paso a la conferencia.

La palabra de Azaña

“¡República española, régimen nacional, nación, ser de la civilización española, civilización española, tabla a la que uno está adherido para salvarse en la vida humana, para salvarse en el paso por la tierra donde uno ha nacido, afán de que vuelva a surcar el cielo la historia de un rayo de la civilización española, pasión de mi alma que no me da vergüenza confesar ante vosotros!"

Estas palabras las pronunció –se adivina fácilmente- Manuel Azaña el 16 de octubre de 1933 en el acto de clausura de la Asamblea de Acción Republicana. Pues bien, en condición de doblemente náufragos. Náufragos existencialmente. Náufragos también, porque, como diría un actual cantautor de éxito que se confiesa republicano, parodiando a Neruda, a nosotros también nos han robado el mes de abril. Nos lo han robado por la afrenta contra la memoria histórica que se dio en la para muchos modélica transición política. Nos han robado, insisto, el mes de abril, porque este país tiene derecho a conocer su historia, particularmente uno de los períodos más esperanzadores y apasionados que se inició precisamente en abril hace hoy justamente 70 años.

Pero no estamos aquí, entiendo yo, exclusivamente para rememorar, en un ejercicio de nostalgia inofensiva y aséptica, la 2 ª República. Estamos, quiero creer, para algo más. Para reivindicar el republicanismo, el republicanismo jacobino como forma de Estado. Hablar de República a secas es bien poca cosa. República fue el Chile de Pinochet, lo fue también la Argentina de Videla. Hablemos y hablamos de República en lo que significa en la historia de España. Hablamos y hablemos de cultura, de progreso, de modernidad, de humanismo. Hablamos y hablemos de jacobinismo, de la sangre que le corría por sus venas al venerable don Antonio Machado. Hablamos y hablemos de Nicolás Salmerón y de Manuel Azaña. Recordemos los versos de Blas de Otero: 

“Si he perdido la sed, el hambre todo/ lo que era mío y resultó ser nada, / si he segado las sombras en silencio, / me queda la palabra”

A nosotros nos queda la palabra más lúcida que ha tenido el Parlamentarismo español contemporáneo, la de Azaña, que debemos recuperar, por mucho que nos falte la música, la de su voz. 

Y hablando de Azaña, un ruego, un excurso, a los señores de la derecha, por favor, no nos lo salven. Abandonen esa maldita obsesión del hombre arrepentido, del monstruo que tras haber pronunciado un famoso discurso, España ha dejado de ser católica, pasó por el redil y se confesó. Ni consta, ni eso es cierto. Azaña se salva con su palabra y con su razón.

El republicanismo hoy

Vivimos, se nos dice insistentemente, en un régimen de libertades. Si esto es así, como todos queremos creer, hora es ya de hablar de republicanismo sin cortapisas. No se nos preguntó nunca desde la muerte del dictador a esta parte si queríamos vivir en el régimen monárquico instaurado o restaurado por el General Franco, o si preferíamos decantarnos por la forma de Estado que democráticamente se dieron los españoles a sí mismos en 1931, y que, como es sabido, fue echado abajo por un golpe de Estado que, como consecuencia de la oposición de los españoles de entonces, se convirtió en una cruenta guerra civil que sumergió a España en un baño de sangre durante casi tres años, y que además condenó a este país al sufrimiento de una las dictaduras más largas y despiadadas que tuvieron lugar en una centuria tan violenta como el siglo XX.

Cierto es que tenemos un régimen de libertades. No lo es menos que no hubo en la España contemporánea un período como éste donde se adulase tanto a la monarquía, por parte incluso de la prensa supuestamente más progresista. En consecuencia, debemos proponernos ser nosotros, los que nos sentimos republicanos, quienes manifiesten cuantas veces sea posible la conveniencia de apostar por un estado republicano, donde el federalismo y la democracia más radical, se instalen y enraícen con la fuerza que realmente es necesaria.

Quienes aquí nos encontramos somos mayoritariamente ciudadanos independientes a los que nos une el republicanismo. Sabemos que existe en España el partido Izquierda Republicana y sabemos también que por la geografía de este país hay unos cuantos ateneos republicanos, entre ellos el nuestro, que dirige, dicho sea sin lisonja, una persona del prestigio de don Francisco Prendes Quirós. Creo que es nuestro cometido, utópico y, hasta si se quiere, romántico en el más noble sentido de la acepción, luchar con todas nuestras fuerzas para ir creando y asentando una corriente de opinión a favor del republicanismo. A eso hemos venido. Y en ello estamos.

Miren, no es de recibo el argumento de que la cuestión de la forma de Estado es baladí. No es así, ni puede serlo. Se trata de un asunto básico en el debate político. Más aún si se tiene en cuenta que cierta izquierda, me refiero, naturalmente al partido que gobernó España desde 1982 hasta 1996, traicionó, desde mi punto de vista, doblemente lo que es el republicanismo. Primero, enterrando la memoria histórica. Segundo, haciendo una política, no ya a la derecha de sí mismos, de lo que sus siglas significan, sino también claudicante con lo que es la idea de progreso en España desde finales del XIX. Nunca el republicanismo hubiera hecho las concesiones en las que incurrió el PSOE. Concesiones a la Iglesia en materia de enseñanza, por ejemplo. Nunca el republicanismo hubiera entendido por cambio el cínico lema “es preciso que todo cambie para que todo siga igual” lampedusiano como hizo el partido liderado por el señor González Márquez. 

El Republicanismo traicionado

En octubre de 1982, pocos días antes del arrollador triunfo del PSOE, la persona que mejor conoce a Manuel Azaña, don Juan Marichal, publicó un artículo en el diario “El País”, pidiendo a todos aquellos que se sintieran republicanos que votasen al partido socialista, por ser dicha formación política la depositaria en aquel momento del republicanismo. Lo que desconocíamos era que el PSOE haría traición vergonzante no sólo de su propia historia, sino también de la España progresista de donde, lógicamente, había salido. Solicito su anuencia para reproducir unas lúcidas palabras de María Zambrano: “Tres grupos se nos aparecen de esta buena casta de españoles, a los que siempre se les deberá rebeldía por su búsqueda de una más firme y más feliz España; tres grupos de raíz y pretensiones diversas, que ahora son bien distinta cosa, pero coincidentes en aquellas décadas en estar en pie de guerra contra la falsa España. Son estos tres grupos el Partido socialista, fundado por Pablo Iglesias, la Institución Libre de Enseñanza y la llamada generación del 98” 

No necesitamos extendernos, ni siquiera detenernos, en la profunda relación que tiene el republicanismo con la Institución Libre de Enseñanza y con la llamada, creo que mal llamada, generación del 98. 

Fue el caso que, a la altura de 1982, tras habernos sacudido el fantasma del golpismo, por decirlo con palabras de Ortega, “le tocó mandar” en España a una generación, la del mayo del 68, amamantada en la España franquista que, con los hechos demostró, siguiendo con Ortega, ser “una generación delincuente”, es decir, de las que en su momento defendieron unos ideales y una concepción del mundo, sin haber creído nada de eso en el fondo.

Por otro lado, y para concluir con esta parte de mi discurso, la bibliografía sobre la época atestigua sobradamente que Azaña y la 2ª República fueron la obsesión de los primeros días del Gobierno de González. Obsesión que se convirtió en felonía. Recordemos estas palabras de José Luis Martín Prieto cuando cubría los mítines electorales de González en el 82: “"Busca su inspiración [González] en los Discursos en Campo Abierto, de don Manuel Azaña. No tanto en su contenido - intransferible - como en el pulso moral y en las reclamaciones éticas. Y acaso también en ese punto de indignación contenida (que en Azaña se deslizaba peligrosamente hasta el desprecio), en el que el candidato encuentra sus mejores recursos oratorios." 

Por su parte, Pilar Cernuda escribió. "Azaña, en esas semanas en las que Felipe González había ganado ya las elecciones, pero todavía no era Presidente del Gobierno, fue punto constante de referencia en sus conversaciones, como ejemplo que no había que seguir, a pesar de su admiración por el político republicano." 

Estaríamos hablando, pues, de miedo, del miedo a la libertad. Lo que acaso le sucedió a González fue que se desprendió de su azañismo en la misma medida en que se distanciaba de lo que representaban los fundadores y los ideales más definitorios de su partido. En cualquier caso, creo que es tan indiscutible la influencia de lo que Azaña significó en Felipe González que uno de los mejores juicios que pueden hacerse de su trayectoria es que quizá su mayor problema consistió en que - mutatis mutandis - no quiso marcharse del poder como Azaña y al final tuvo que hacerlo como Lerroux. Es decir, que una de sus máximas preocupaciones fue no suscitar, como había sucedido en la República, las iras de los sectores más conservadores de la sociedad para evitar que se reprodujese el clima de crispación que se vivió en aquella época. Y, en su propio seno, tanto consintió y tanto miró para otro lado, que, como en aquel llamado bienio negro, la rapiña trepó por la cosa pública y se enredó en ella. 

Presento mis excusas, si a juicio de alguno de ustedes, me extendí demasiado en la época del felipismo. No obstante, lo hice por estar plenamente convencido de algo tan contundente como lo que sigue: si en el período socialista se hubiera hecho política de izquierdas, si durante el felipismo no se hubieran sentado las bases para deteriorar la enseñanza pública hasta el extremo en que hoy se ha llegado, no nos haría falta a nosotros, a los que nos sentimos y manifestamos republicanos, hacer, intentar hacer, esta tarea pedagógica de inculcar y difundir, en la medida de lo posible, lo que es el republicanismo, porque de ello tendría que haberse encargado el partido que en su día fundó Pablo Iglesias. De haber hecho una política en consonancia con su historia, con independencia de las adaptaciones inevitables que exigen los nuevos tiempos, la sociedad española, fuera este país ahora una monarquía o una república, estaría ahora España mucho más madura y en muchas mejores condiciones de asumir el republicanismo, haciéndolo verdaderamente suyo.

Entre el recuerdo y la esperanza

Las cosas ni son ni han sido así. Por ello, estamos, una vez más, reconociendo nuestra debilidad, en el punto de partida. Querido Paco, hace 23 años, en la campaña de las primeras elecciones democráticas, asistí por vez primera a un mitin político. Lo dabas tú, lo daba el que era tu partido de entonces, el PSP, en la Plaza del Ayuntamiento de Oviedo. Un partido liderado por un hombre, don Enrique Tierno Galván, discutible y discutido, como cualquier otro personaje histórico, que, en todo caso, conectaba mejor que nadie con el talante de los antiguos políticos republicanos. Yo no tenía, aunque esto pueda sorprender a quienes me estén viendo, edad para votar. Pero recuerdo mi entusiasmo ante un mitin de izquierdas. Ahora, lo que es un alto honor para mí, soy yo quien está en el uso de la palabra, y retomo, quiero creer, parte del espíritu de aquel discurso tuyo.

Nos pedías a los allí congregados que votásemos a las izquierdas. Yo solicito humildemente a quienes tienen la generosidad de estar escuchándome, que digan todo lo alto y claro que se pueda, que la bandera tricolor debe ser enarbolada. No pido extremismo ni revoluciones. Pido algo tan transgresor y subversivo como que nos rebelemos contra la ramplonería imperante. En 1995, Antonio Muñoz Molina escribía un artículo memorable acerca de la presentación del hasta ahora último libro de Juan Marichal, El secreto de España. Decía el conocido novelista que aquella era la España a la que a él le gustaría pertenecer, una España culta y enfrentada a la gazmoñería dominante. Hago mías esas palabras.

Miren, sin ánimo de hacer propaganda comercial, hay un pub en Oviedo, cerca de la Catedral, donde puede verse a su entrada un mural donde figuran las que eran fuerzas vivas de la política y la cultura asturianas en 1980. En ese pub, que, perdón por la osadía de citarme, transcurren varios episodios de mi primera novela publicada en 1998, recuerdo las críticas que muchos contertulios de la Vetusta de entonces me hacían. Ser orteguiano y azañista, ser republicano, no dejaba de significarse del lado de la burguesía. Por ello, yo no debía sentirme con derecho a pertenecer a lo que genéricamente se entiende, entendía, por izquierda. ¡Dios mío, cómo han cambiado los tiempos! Sin haberme movido de mis posiciones, burguesas y elitistas para muchos, hoy estoy mucho más a la izquierda, mucho más instalado en el inconformismo (suponiendo lo imposible: que el inconformismo permitiera asentar el trasero en sitio alguno) que aquellos izquierdistas irredentos de entonces, algunos de ellos neoliberales contumaces al día de hoy, que llegaron incluso a pedir perdón en escritos periodísticos al pueblo norteamericano por haber arremetido contra ellos en los locos tiempos de rojerío. Digamos, entre paréntesis, que desde entonces dejó de haber insomnio en Chicago. 

Nuestra batalla

Propongo, digo, presentar batalla a la vulgaridad, al mal gusto, a la ignorancia fomentada desde los medios públicos, especialmente, la televisión. Propugno, insisto, presentar batalla a los contumaces destructores de la memoria histórica, porque, sin ella, sin memoria, somos, como lo demuestran las audiencias televisivas, carne de cañón, ejército de descerebrados. Proclamo, me reitero, el derecho a sentirnos herederos de uno de los periodos más apasionantes de la historia de España. Ortega dijo repetidas veces, "el hombre es, por encima de todo, heredero. Y que esto y no otra cosa es los que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero es tener conciencia histórica" 

Para ir concluyendo, no estamos aquí sólo para conmemorar un acontecimiento histórico, cuyo conocimiento se pretende hurtar a la sociedad española desde hace mucho tiempo. Primero, con la propaganda de los vencedores de la guerra civil durante cuatro décadas. Segundo, con la claudicación vergonzante de los partidos políticos durante la transición. Tercero, con la traición del felipismo a todo lo que fueran las raíces históricas de la izquierda española. Estamos también para reivindicar nuestro republicanismo, cuyos principios ideológicos, son, si se me permite la hedionda y manida expresión, “de rabiosa actualidad”. Por ejemplo, federalismo. Por ejemplo, estado laico. Por ejemplo, lucha sin cuartel contra la impostura y la vulgaridad. Por ejemplo, guerra declarada al neoliberalismo de nuevo cuño, como el que defendía la señora Thatcher, enternecida y enternecedora amiga del general Pinochet. Nosotros apostamos por lo que Unamuno, Machado, Ortega, Pérez de Ayala y tantos otros llamaban- son sus palabras- el tesoro liberal. 

Dos admirables e irrepetibles generaciones de españoles, la del 98 y la de 1914, reinventaron el Quijote. Desde La Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno, hasta precisamente La Invención del Quijote, de Manuel Azaña. Resucitaron la inmortal historia contada en su momento por Cervantes. Pocos años antes, un extraordinario novelista ruso, Turgueniev, escribía uno de los ensayos literarios más brillantes de la historia de la literatura. Se titulaba Hamlet y don Quijote. Si es ciertamente difícil encontrar algo más genuinamente español que el Quijote, no perdamos de vista que lo reinventaron Unamuno, Azorín, Ortega, Azaña, Américo Castro y Madariaga. Personajes casi todos ellos, excepción hecha de Unamuno, hamletianos, que, sin embargo, vieron parte de su sueño cumplido. Dar a España un Estado que la pusiese a la altura de los tiempos, y que enterrase el oscurantismo. Nos toca ahora, señores, ser quijotescos de nuevo. El oscurantismo actual cambió de rostro y hasta de atuendo. Es el no pensamiento. Perdón, quise decir el Pensamiento único. Otro Quijote tiene que recorrer una España, como la Cervantina, donde apenas sucedían cosas de importancia, para, como Alonso Quijano y el propio Unamuno, agitar los espíritus, sacarnos de la modorra y del discurso borreguil.

Ese quijotesco personaje llevará, tiene que llevar, como estandarte, la bandera tricolor. Dubitativos somos quizá. Pero convencidos estamos de nuestro quijotismo es lo único que puede sacudir tanto amarillismo y tamaña zafiedad. ¡Quién dijo miedo! 

La historia nos muestra que somos el país que ha regalado al mundo los personajes más universales: don Juan, la Celestina y don Quijote. La historia contemporánea muestra que fue la 2ª República española el sueño compartido, que defendieron con su vida, jóvenes de todo el planeta cuando se vio en peligro, que sólo contaban con el bagaje de la utopía. La 2º Republica es a la historia universal la creación colectiva de una España que en su momento supo asombrar al mundo.

De madera de sueños se construyó la República española. Somos los humanos, decía el lírico Píndaro, el sueño de una sombra. Nosotros, republicanos del siglo XXI, perseguimos esa sombra, la que un día dejó ante nosotros la historia, y jamás nos desprenderemos de ese sueño y de esa sombra. Nos toca ahora la gigantesca tarea de levantarla y darle luz. Don quijote contra los gigantes, la República contra el clero, el ejército decimonónico y la nobleza. El republicanismo de hoy contra la impostura y la ordinariez. Contra el amarillismo. Contra la frivolidad. Contra la demagogia. Contra los que quieren que razón e inteligencia sean orilladas. Y, a favor, de un estado federal, democrático, radical y visceralmente laico, donde la inteligencia y la cultura florezcan. Y donde la paloma de la esperanza no se equivoque esta vez de destino.

Déjenme decirlo y les ruego que digan conmigo: ¡Viva la República!

Luis Arias Argüelles-Merés


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