Por Carolina Vásquez Araya
No hay un solo día conmemorativo capaz de reflejar tanta injusticia. El Día Internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, celebrado el 25 de noviembre a nivel mundial, es una más de esas fechas conmemorativas creadas con el objetivo de llamar la atención sobre uno de los rasgos más crueles de la cultura patriarcal impuesta por las sociedades a lo largo de la historia. La violencia en contra de las mujeres de toda edad y condición está instalada en las relaciones humanas y sociales como una forma de vida. A veces sutil y otras brutal, este rasgo de las relaciones de poder representa uno de los frenos más poderosos contra la instauración de la igualdad entre sexos, pero también contra sistemas auténticamente democráticos.
En sociedades como las nuestras –países cuyos rasgos culturales están definidos por la colonización cristiana- la vida de las mujeres vale menos que la de los hombres, de acuerdo con valores establecidos por la sociedad y legitimados a través de las políticas institucionales que las marginan de manera sistemática. Y dentro de este gran segmento, la de las niñas es simplemente irrelevante.
Así se deduce en estadísticas de escolaridad, sobre todo cuando se refieren a la permanencia en los establecimientos educativos a partir del segundo ciclo escolar. Es allí donde se produce una de las grandes migraciones de niñas hacia trabajos domésticos y otra clase de labores no calificadas impuestas por los adultos, las cuales les impiden continuar sus estudios y construir a partir de esa oportunidad de crecimiento una vida más productiva e independiente.
Esto coloca a las niñas y adolescentes en una situación de peligro y les impide disfrutar plenamente de sus derechos. Esa situación de esclavitud las expone de manera casi absoluta a decisiones sobre las cuales no tienen control. Este cuadro refleja la vida de miles de niñas en algunos de nuestros países. También incide en embarazos en niñas y adolescentes cuyos indicadores revelan una peligrosa falta de políticas públicas destinadas a protegerlas y proporcionarles una asistencia integral que garantice su seguridad física y mental.
La violencia contra las mujeres, espeluznante como es con casos extremos de asesinatos, violaciones y marginación, en las niñas tiene el agravante de una indefensión prácticamente total que las coloca a merced de quienes las rodean –familiares o extraños- con una cauda elevada de abuso sexual, agresión física y psicológica y privación de sus derechos elementales, como educación, salud, recreación y alimentación, todo lo cual depende más de la voluntad de quienes tienen su custodia que de sistemas estatales e institucionales dirigidos a garantizar sus derechos.
Un parto en niñas de entre 10 y 14 años es, de acuerdo con la legislación vigente en algunos países, producto de una violación, no importa si la menor hubiera consentido el contacto sexual o no. La ley los tipifica de ese modo, pero eso es la letra y otra cosa es la realidad. Son miles las niñas y niños violados sexualmente por personas cercanas, desde su más tierna edad. Y los casos jamás llegan a las cortes de justicia por falta de denuncia en la mayoría de ellos. Cuando se produce el embarazo en una niña y la ley no permite su interrupción oportuna, se la condena de por vida a una vida de privaciones y a un peligro real de supervivencia.
Miles de niñas y adolescentes cuyo cuerpo apenas puede cargar con el peso de su propia existencia dan a luz en condiciones miserables, en medio de la indiferencia de las autoridades y el rechazo de su propia familia; por eso el día internacional celebrado ayer lleva una especial dedicatoria a este frágil segmento de la sociedad.
Carolina Vásquez Araya, periodista. Colabora en Eco Republicano desde 2015
Página de la autora: www.carolinavasquezaraya.com
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