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Martín Merino, el cura que apuñaló a la reina Isabel II

Martín Merino, el cura que apuñaló a la reina Isabel II
El 20 de diciembre de 1851 la reina Isabel II daba a luz a una hija, que se llamó María Isabel -conocida popularmente como La Chata-. En celebración del fausto nacimiento de la princesa heredera que aseguraba la sucesión al Trono y tranquilizaba los recelos de los fervientes dinásticos, la reina quiso conceder ascensos a distintos Jefes y Oficiales del Ejército con motivo del feliz alumbramiento. (Gaceta de Madrid, 6 de enero 1852). 

Al concederse honores y mercedes a palaciegos y generales, la soberana disposición de la reina trajo malestar en la tropa y un cabo del regimiento de Genona, llamado Eugenio Diaz, arengó a sus compañeros a protestar en la calle. El cabo fue preso, así como un corneta de cazadores de Baza, llamado Pablo Franquet. Ambos fueron fusilados tras un Consejo de Guerra.

Repuesta la reina del alumbramiento, el día 2 de febrero de 1852, día en el que la Iglesia Católica celebra la purificación de la Virgen después del parto, acudió la reina con su séquito palatino a la basílica de Atocha. Durante el trayecto mucha gente curiosa se agolpó para ver la comitiva, entre ellos un sacerdote que de rodillas, hizo ademan de entregar en manos de la soberana un papel. La reina se acercó para coger el documento que el clérigo le ofrecía y en ese instante el clérigo sacó un puñal que llevaba oculto bajo la sotana y apuñaló a la reina. 

La reina sufrió una herida en la parte del hipocondrio derecho, que no ofreció síntomas de gravedad, en parte gracias a la vestimenta. Aquel día la reina llevaba un manto real de terciopelo carmesí bordado de oro y un corsé con ballenas metálicas, que amortiguaron la puñalada. 

El clérigo regicida, Martín Merino y Gómez, fue detenido por los alabarderos y sentenciado a muerte por garrote vil. Durante el interrogatorio, el sacerdote reconoció que quería quitarle la vida a la reina para "lavar el oprobio de la humanidad, vengando en cuanto esté de mi parte la necia ignorancia de los que creen que es fidelidad aguantar la infidelidad y el perjurio de los reyes", sin dar la más leve señal de arrepentimiento.

Durante el juicio, mostró una gran frialdad y desprecio de la vida, manifestando que "no necesitaba defensa pues su delito no la tenía; que no podía ni aun ser indultado y que no habría justicia en el mundo si a él no se le castigaba con la pena que merecía". También manifestó que no temía a la muerte y que teniendo ya 63 años no era su existencia sino "una hoja seca más que se caía de un árbol".

Según el libro 'La estafeta de palacio', el Cardenal de Toledo le  pidió a Merino que hiciese una exposición a la reina pidiéndola perdón, y Merino exclamó: "Yo no pido perdón a esa señora. Yo concebí el atentado seguro de que me esperaba el suplicio; y por tanto, quiero que se me de el castigo merecido". 

Un día antes de ser pasado por el garrote vil, se celebró una ceremonia religiosa, presidida por obispos. El regicida Merino iba vestido con sus hábitos y fue degradado por el ritual romano. Se le quitó la potestad de ofrecer a Dios sacrificio y de celebrar misa, tanto por los vivos como por los difuntos. Un prelado le fue rayando con un cuchillo las yemas de los dedos diciendo: "por medio de esta rasura le arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción de las manos y los dedos". Al continuación, un obispo le quitó la vestidura sacerdotal y la estola "te quitamos la potestad de leer en la iglesia de Dios el evangelio porque esto no corresponde sino a los dignos". Durante el ritual, le cortaron el pelo para que no se conociera la corona. A lo que el reo manifestó: "corte usted poco porque hace frío y no quiero costiparme". Al finalizar la degradación el público gritó ¡viva la reina!. A lo que el reo manifestó con ironía: "pero... ¿por qué no cierran ese balcón? No lo digo por mí, sino por la solemnidad del acto".

El día 7 de febrero de 1852, tras recibir confesión. A la bajada de la escalera de la cárcel, Merino observó que un oficial se ponía la mano en los ojos y le dijo: "¿Llora usted? Tiene usted poco espíritu para su profesión". Oyó que un hombre al pasar dijo: "¡Allá va ese trigre!" Y Merino volviendo la cara respondió: "Ya quiera usted tener un corazón como el mío". Los guardas le colocaron las esposas y el reo fue trasladado en burro desde la cárcel al patíbulo donde le esperaba el garrote vil. Antes de cumplirse la sentencia quiso hablar, manifestando: "señores, voy a decir la verdad, como la he dicho toda mi vida. (al llegar aquí le interrumpió un grito de ¡viva la reina!) No voy, continuó, a decir nada ofensivo a esa señora. El acto que he perpetrado, es un acto exclusivamente de mi voluntad, y no tengo cómplices. Téngase entendido, sépase que ninguna conspiración ha tenido connivencia ni conexión conmigo. He dicho". Dichas estas palabras, el verdugo cumplió la sentencia. 

A fin de que no quedase ningún recuerdo alguno del horrendo crimen cometido contra la real persona de S.M. la reina, por orden del Cardenal arzobispo de Toledo y las autoridades judiciales, el cadáver de Merino fue colocado en una inmensa hoguera dentro del cementerio y después de convertirlo el cuerpo en cenizas, se mezcló con tierra de la fosa común, para que así desapareciese todo resto del criminal. 

Martín Merino y Gómez, tenía 63 años cuando cometió el crimen, era natural de Arnedo (Logroño), había luchado contra los franceses en la guerra de la independencia. En 1813 se ordenó sacerdote en Cádiz. En 1819 fue perseguido por sus ideas políticas liberales y se exilió a Francia hasta 1820. En 1821 regresó a España y se secularizó; en 1822 fue amonestado por increpar e insultar al rey Fernando VII y poco después tomó parte en los sucesos de julio de ese mismo año en Madrid, por lo cual estuvo preso durante unos meses.

Equipo de redacción de Eco Republicano

Fuentes consultadas:

'Historia de España en el siglo XIX', Francisco Pi y Margall y Franscisco Pi y Arsuaga (1902)

'La estafeta de palacio', por Ildefonso Antonio Bermejo (1872)

'Crímenes célebres españoles', por Manuel Angelón (1859)

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