Alternando su actividad política con su tarea literaria, estando en París en abril de 1925, Vicente Blasco Ibáñez, escribe el manifiesto "Lo que será la República Española. Al país y al ejército". Reproducimos a continuación el capitulo X. La República tiene un ideal.
La República tiene un ideal.
«La España monárquica vive sin ideal, y por ello su situación angustiosa resulta semejante a la del que intenta avanzar dentro de un callejón sin salida. Carece de horizontes, se mira a si misma, su historia es comparable a la de los "sablistas" que viven al día, confiando en el azar para que prolongue su existencia hasta el día siguiente.
Una vida sin ideal no vale la pena de ser vivida, para los hombres ni para los pueblos.
La vieja España tuvo su ideal, pero este ideal ha muerto hace siglos, dejándonos como triste herencia la antipatía de una gran parte de la tierra, precisamente la que guía ahora los destinos humanos. El ideal español fue servir al rey y al Papa, extender la unidad católica sobre toda Europa, impedir que los pueblos se constituyesen libremente, ahogar los primeros intentos democráticos. Las naciones que son ahora las más adelantadas del mundo vieron en la vieja España un peligro para su desarrollo. Fuimos, como reconocen eminentes escritores católicos, una "democracia frailuna y militarista", al servicio de un ensueño de despotismo universal.
Estos tristes ideales se desvanecieron y, como premio de un heroísmo desorientado e inútil, hemos heredado la antipatía preconcebida, la apasionada parcialidad que muestran las grandes naciones del presente cada vez que hablan de nosotros. Yo reconozco que esta predisposición contra la llamada "España negra" abunda en injusticias y exageraciones, y las he combatido con mayor éxito y tenacidad que la mayor parte de los patriotas optimistas e inútiles que abundan en Madrid; mas no por ello deja de ser cierto que el antiguo ideal de nuestro pueblo, impuesto por sus monarcas, nos da el triste privilegio de una situación aparte en el mundo.
Muchos escritores que comen a costas del patriotismo ciego o lo explotan como un medio de abrirse camino, intentan hacer creer al pobre pueblo español que es admirado en toda la tierra. No les creáis, españoles. Ocurre todo lo contrario, ya que por culpa de la monarquía española somos el país más calumniado y menospreciado, muchas veces injustamente.
Para mantener el engaño os repiten los elogios de unos cuantos viajeros literarios o simples dilettanti que encuentran atractiva la vieja España por su atraso "pintoresco". Son espíritus que solo pueden paladear la emoción artística en el pasado, por sentirse ahítos de la civilización de su patria; pero esos elogiadores de la España monárquica y fanática, después de entonar su romanza admirativa, se apresuran a marcharse, necesitados de la vida superior de sus países. Yo también he encontrado muy interesantes y dignas de curiosidad naciones de Asia y África con una gran historia muerta, pero sentiría desesperación si me obligasen a quedarme en ellas. La monarquía española no tiene más ideal que mantenerse al día: "ir tirando".
Alfonso XIII, que ama la gloria escénica con un anhelo de histrión y por su mentalidad de rey solo puede aceptar las aspiraciones del pasado, quiso tener un ideal español, y como este ideal era absurdo y extemporáneo, solo ha conocido fracasos. Durante la guerra europea deseó el triunfo de Alemania, creyendo que con su apoyo podría matar a la República de Portugal, constituyendo un imperio ibérico. Luego ha creído en un imperio africano, tomando por base una porción de Marruecos de escasa importancia, por su extensión y sus riquezas, si se le compara con el resto del imperio marroquí, que ocupan los franceses.
Este es todo el ideal de la monarquía española: imperios a estilo de la Edad Media constituidos por la fuerza, sin ninguna simpatía de los pueblos anexionados; guerras invasoras a las que se da el nombre de cruzadas, y que irritan el sentimiento religioso del país, seguidas de derrotas inauditas y gastos ruinosos.
He aquí el resumen de la historia pasada; la historia de la monarquía.
Con la República empezará España una nueva historia. Solo la República puede dar a nuestra nación un ideal glorioso, nuevo y pacífico. Queremos el agrandamiento de nuestro horizonte nacional, pero sin imposiciones de la fuerza, sin guerras ni conquistas, por la influencia del espíritu, por los parentescos de la raza y el común amor a la libertad.
La monarquía española jamás se entenderá con los pueblos de nuestra lengua que existen en América y Oceanía. Todo cuanto se declame sobre uniones iberoamericanas es pura charla oficial y sus fiestas deseos nobles, pero vagos y mal encaminados, que no encarnarán en la realidad.
América es el continente de la República. El alma de Washington, paladín heroico y sin mancha de la democracia, flota desde un extremo a otro del llamado Nuevo Mundo. Pudo ser rey, pues sus mismos soldados le pidieron que aceptase la corona, y él repelió tal proposición como la mayor de las ofensas. La República democrática implantada por este héroe, bondadoso y justo, en las antiguas posesiones inglesas, fue imitada por Francia en su primera revolución, y ha servido de modelo a todas las naciones del continente americano. La América entera es republicana. Los monárquicos de Madrid, que todo lo saben mal, o no saben nada, creen de buena fe que casi todos los americanos de habla española están arrepentidos de que sus países sean Repúblicas y nos envidian la enorme felicidad de tener por rey a Alfonso XIII.
Contribuye al mantenimiento de este error la llegada, de vez en cuando, a Madrid de ciertos snobs de la antigua América española que tienen la manía de la nobleza y se han inventado una colección de abuelos marqueses y duques, como si únicamente se hubiesen embarcado para las Indias Occidentales, en otros siglos, emigrantes con pergaminos nobiliarios.
Estos cursis del otro lado del mar solicitan ver al rey, le sacan una fotografía firmada, y después regresan a su patria para dar envidia a los amigos con tal amistad. Llaman familiarmente "Alfonsito" al monarca español, y no saben que el tal "Alfonsito" apenas vuelven ellos la espalda les apoda "indios" con su desparpajo chulesco, y afirma que se les ven las plumas por debajo de los trajes recién comprados en París.
Estos pobres burgueses de la América de habla española que tienen la manía del pasado y de los títulos mobiliarios no representan nada en sus respectivos países y la gente ríe de ellos cuando osan mostrar en público sus disparatadas aficiones.
El intento de establecer un trono en América haría sonar una carcajada inmensa desde los lagos fronterizos del Canadá al vértice montañoso del Cabo de Hornos. En las Repúblicas más retardatarias y belicosas, donde todavía en determinados momentos una parte de la nación se bate contra la otra, con odios que parecen inextinguibles, bastaría iniciar la idea de un gobierno monárquico, como medio de robustecer el orden, para que inmediatamente se juntasen todos los hijos del país, hasta los enemigos más encarnizados, en defensa de la República.
Una monarquía española no se entenderá jamás con las Repúblicas que hablan nuestra lengua. Una República española penetraría directamente, sin esfuerzo alguno, en el corazón de sus hermanas de América, sin necesitar ceremonias de encargo, vanas pompas oficiales y demás mentiras que presenciamos actualmente para disfrazar una unión imposible entre el bisnieto de Femando VII y los bisnietos de los españoles de América que se emanciparon para siempre de los fatales reyes de Madrid.
Otros parientes cercanos tiene España que también abominaron del régimen monárquico, habiéndose constituido en República. Portugal y Brasil son de la misma familia que nosotros, aunque hace siglos vivan de espaldas a nuestra patria. El pueblo español no tiene culpa alguna de la tiranía que sus reyes austriacos impusieron a Portugal, haciéndola perder ricos fragmentos de su territorio en los mares de Asia y Oceanía. Aun hoy la República portuguesa mira con inquietud a España, presintiendo el peligro de una invasión por su línea fronteriza, y necesitada de fuertes amistades, busca a toda costa el apoyo de Inglaterra.
Con una República española, la República portuguesa volverá la cara hacia nosotros, creándose dentro de la Península Ibérica una fraternidad, una confianza, un amor, que nunca se vieron hasta el presente en nuestra historia común.
El ciudadano español que se toma pocas veces el trabajo de reflexionar sobre la situación política de su patria debe darse cuenta de la triste excepción que representamos, dentro del movimiento progresivo de las gentes que hablan nuestro idioma o proceden de nuestra Península.
Existen sobre la Tierra más de cien millones de seres de habla española. A estos hay que añadir veinte millones de sangre y lengua portuguesa, o sea, los habitantes de Portugal y del Brasil. Estos ciento veinte millones de personas forman veintitrés naciones, y de las veintitrés naciones, veintidós son Repúblicas (veinte de lengua española y dos de lengua portuguesa). Solo existe una monarquía, la de Alfonso XIII y Primo de Rivera.
¿Cómo pueden entenderse de verdad estas Repúblicas con una monarquía que representa una excepción anacrónica y grotesca, un motivo de risa y de orgullo hasta para las naciones más pequeñas de América, cuando se comparan con nosotros?... Hace año y medio nos quedaba aún el recurso, para consolarnos de nuestra abyección monárquica, de hablar contra el militarismo de ciertas Repúblicas y sus generales gobernantes. Hoy nuestra situación afrentosa no nos permite ya este procedimiento consolador. En ninguna República de América, hasta en las más revueltas, existe una dictadura tan despreciable y envilecedora como la del Directorio español.
Primo de Rivera resulta un mamarracho si se le compara con muchos generales improvisados de las últimas Repúblicas americanas. A lo menos estos «macheteros» se han hecho la carrera ellos solos; tienen mucho de heroico en sus aventuras y sus atrocidades; repiten, aunque sea sin comprenderlas, palabras de libertad que en otros países más ordenados resultan sagradas; no deben su fortuna a ningún tío protector y algunas veces triunfan en sus combates, lo que no le ha ocurrido jamás a nuestro Narváez de opereta, asaltador del Gobierno con escalo y nocturnidad, al que meteremos en presidio cuando triunfe la República.
¿Quién sabe hasta dónde podrá esparcirse el ideal de la República española, entendiéndose fraternalmente con todas las Repúblicas del Viejo y el Nuevo Mundo, unidas a ella por la sangre y la historia?... La España republicana, pacífica, de ideas generosas, no inspirará miedo a nadie y difundirá en cambio una atracción simpática. Su vida interna federal será una garantía y un imán para las otras Repúblicas hermanas.
Tal vez, en el porvenir, se realice de verdad aquella España inmensa, pero insegura y áspera, de los tiempos del descubrimiento de América, en la que nunca se ponía el sol. Pero será una España sin reyes, sin coronas; una confederación sentimental gobernada por el espíritu, donde cada pueblo guardará su gobierno propio y su independencia, teniendo como únicos magistrados supremos, como presidentes perpetuos, de indiscutible reelección, a Cervantes y Camoens.
Algunos dirán que todo esto no es más que una fantasía de novelista, completamente irrealizable. Más irrealizable es que Alfonso XIII se apodere de Marruecos y, sin embargo, llevamos derrochados en ello miles de millones y perdidas las vidas inútilmente de treinta mil españoles.
El ideal de la República española no costará nada, y nada perderemos intentando su realización. Además, el que tiene un ideal, aunque este no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes vulgarotas, de animalesca materialidad, capaces únicamente de vivir al día, sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino.
Sólo los que poseen un ideal pueden figurar en la aristocracia humana».
Vicente Blasco Ibáñez