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Manuel Azaña, Presidente de la República Española

Manuel Azaña


Arturo del Villar

EL 7 de abril de 1936 el Congreso de los Diputados, presidido por Diego Martínez Barrio, aprobó la destitución del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, por 238 votos contra sólo cinco a su favor. Conforme a la Constitución, pasó a desempeñar interinamente la presidencia de la República Martínez Barrio, que fue sustituido de la misma forma interina por Luis Jiménez de Asúa, al ser vicepresidente primero de la Cámara.

Había que encontrar con urgencia un reemplazo que ocupase la primera magistratura de la República, y puede decirse que todo el mundo pensó en el político más idóneo, Manuel Azaña: unos lo hacían con satisfacción, y otros con desagrado, según su postura política, dada la división del país en dos bloques irreconciliables.

La situación social era muy negativa. En marzo numerosos grupos de campesinos ocuparon tierras en Badajoz y otros lugares andaluces. El día 17 escribía Azaña a su cuñado Cipriano de Rivas Cherif, en viaje teatral por Latinoamérica: «Hoy nos han quemado Yecla: 7 iglesias, 6 casas, todos los centros políticos de derecha, y el Registro de la Propiedad. A media tarde, incendios en Albacete, en Almansa. Ayer, motín y asesinatos en Jumilla. El sábado, Logroño, el viernes Madrid: tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado, en la calle del Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño, acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales… Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el Gobierno [el 19 de febrero], y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos: ¡hasta en Alcalá!». (Se encuentra como apéndice en el libro de Rivas Cherif Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, Barcelona, Grijalbo, 1979, páginas 665 y siguiente.)

La quema de iglesias y conventos, a menudo con la matanza de curas y frailes, presentada por los historiadores de derechas como una aportación histórica original de la etapa republicana, constituye un desahogo tradicional del pueblo español, harto de la dictadura eclesiástica secular. Jalona los siglos XIX y XX, durante la monarquía. Tuvo especial virulencia la llevada a cabo durante la llamada Semana Roja de Barcelona, en 1909, reinando Alfonso XIII.

La ética republicana

A lo largo del mes de abril las dos centrales sindicales obreras, la Unión General de Trabajadores, socialista, y la Confederación Nacional del Trabajo, anarquista, organizaron huelgas en los más diversos sectores, que entorpecieron la vida cotidiana de los ciudadanos, haciéndoles quejarse de la República por inoperante. El día 14, durante el desfile militar conmemorativo del quinto aniversario de la proclamación de la República, estallaron unos artefactos junto a la tribuna presidencial, produciéndose la lógica confusión. Elementos fascistas dispararon después contra paseantes por las calles.

Los extremistas de derechas y de izquierdas colaboraban en el desprestigio del sistema republicano, tan partidario de la libertad que no podía acabar autoritariamente con sus enemigos. Este problema persiguió siempre a Azaña, convertido en un dilema: si los republicanos se comportaban como los monárquicos, no merecía la pena haber cambiado el régimen tiránico por otro de libertades. Es un tema difícil de delimitar hasta dónde se debe llegar en la aplicación de la ética política: ¿es o no es ilimitada?

En ese clima tan levantisco se produjo la destitución del presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, juzgada imprescindible por su carácter excéntrico, pero que era muy conocido por todos los políticos que lo eligieron el 10 de diciembre de 1931. Resultaba preciso encontrar un nuevo presidente, un hombre capaz y sensato, que supiera estar a la altura exigible al más importante cargo republicano. Es cierto que la Constitución reducía el papel del presidente a funciones protocolarias, pero entre ellas figuraba la de designar al encargado de formar Gobierno, que es fundamental. Un decreto del 9 de abril convocó las elecciones a la Presidencia.

El único candidato posible

En otra carta a Rivas, comenzada el 14 de mayo y prolongada más tarde, le contó Azaña que desde la destitución de Alcalá-Zamora sospechaba que no iba a presentarse otra candidatura que la suya. Algunos políticos y periodistas razonaban que era preferible, para la buena marcha de la República, que continuase presidiendo el Gobierno, por ser el poder ejecutivo, ya que tenía demostrada su capacidad para el mando. En su propio partido, Izquierda Republicana, deseaban que siguiera al frente del Gobierno, por considerar que resultaba imprescindible su autoridad en esos difíciles momentos, dada la firmeza de su carácter. Pese a todas las argumentaciones, Unión Republicana propuso su nombre como candidato, y los integrantes del Frente Popular acordaron el 6 de mayo presentar su candidatura para cubrir la vacante presidencial.

Dos días antes el alcalde de Madrid, Pedro Rico, le entregó en su despacho oficial, sin ninguna ceremonia ni discursos, la Medalla de la Ciudad que le había otorgado el pleno del Ayuntamiento, por los méritos contraídos como jefe de tres gobiernos, primero el provisional y después dos constitucionales. Era un político querido y admirado por una gran mayoría de ciudadanos, así como otra parte le consideraba la representación del mal, precisamente porque encarnaba como nadie el espíritu republicano.

En la tarde del 8 de mayo Azaña se reunió con los diputados y compromisarios de Izquierda Republicana, para agradecerles que le hubieran designado candidato, y asegurarles, según la reseña aparecida en el diario El Sol al día siguiente: «En la presidencia, donde yo esté, habrá un republicano insobornable, del que nadie podrá esperar desaliento, ni fatiga, ni vacilación. […] De mí sé deciros que en la presidencia de la República defenderé el régimen hasta derramar la última gota de mi sangre». Promesa cumplida casi al pie de la letra, porque con la derrota del Ejército Popular de la República se inició el declive físico de Azaña que le llevó a la muerte dieciocho meses después.

El segundo presidente

En las reuniones mantenidas por dirigentes de los partidos y sindicatos de izquierdas integrantes del Frente Popular, triunfador en las elecciones generales del 16 de febrero, se llegó a la conclusión de que no existía otro candidato de consenso que Azaña, según lo resumió el socialista Indalecio Prieto. Él lo sabía muy bien, porque todas sus iniciativas eran rechazadas por su compañero discrepante Francisco Largo Caballero. En lo único que resultó posible poner de acuerdo a las dos facciones del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) fue en proponer como candidato a Azaña, y eso porque el sugerido por Largo Caballero, que era Álvaro de Albornoz, no logró ningún apoyo en los restantes grupos políticos, así que hubo de resignarse a seguir el criterio de la mayoría.

Por todo ello el 28 de abril Manuel Azaña fue presentado oficialmente como candidato a la presidencia de la República Española.

Quedó dispuesto que el 10 de mayo de 1936 tuviera lugar la votación para elegir al segundo presidente de la II República Española. Durante la primera no existió ese cargo, al no llegar a aprobarse la Constitución: los llamados presidentes de la I República lo fueron del Poder Ejecutivo, esto es, del Gobierno. Hasta 1931 no existió en España un presidente de la República.

Conforme a la Ley reguladora de la elección de presidente de la República, de 1 de julio de 1932, en su quinto artículo, debía ser una Asamblea mixta de diputados y compromisarios provinciales la encargada de hacerlo. Dadas las prisas, un decreto de 13 de abril de 1936 de la Presidencia del Gobierno, permitió elegir a los compromisarios por un procedimiento abreviado por las circunscripciones. Recordemos que las Cortes Generales republicanas solamente estaban compuestas por el Congreso de los Diputados, ya que se tuvo el buen criterio de no aceptar un Senado, habida cuenta de su probada inutilidad, como todos sabemos y comprobamos ahora mismo.

La Asamblea mixta quedó integrada por 453 diputados con acta y 464 compromisarios. Al ser tan numerosos se decidió habilitar el Palacio de Cristal del parque del Retiro como sede de la Asamblea. El día 9 se celebró allí una reunión preparatoria, lo que en teatro se denomina un ensayo general con todo, para comprobar que se había dispuesto un montaje acertado, y se eligió a la Mesa presidencial. Se vio que efectivamente el lugar estaba perfectamente acondicionado, con sillas para todos los electores, y tribunas especiales para el Cuerpo Diplomático, los periodistas y los invitados.

Al mediodía Manuel Azaña invitó a los ministros a almorzar en el Hotel Ritz, como despedida. Era un Gobierno formado exclusivamente por republicanos, dada la negativa del PSOE a integrarse en él; se exceptúa al ministro de la Guerra, Carlos Masquelet, independiente. Por su parte, los diputados y compromisarios de Izquierda Republicana y de Unión Republicana se reunieron en sesión conjunta para confirmar el voto a Azaña.

Derecha unida, izquierda dividida

El mismo día 9 El Defensor de Cuenca, periódico ultraderechista, publicó una entrevista con el líder de la extrema derecha anticonstitucional, José María Gil Robles, conocido como El Jefe por sus seguidores, en la que afirmaba: «El Frente Popular está herido de muerte, con lo cual estas Cortes serán absolutamente ingobernables». De eso iba a encargase su grupo, la Confederación Española de Derechas Autónomas, CEDA, reunión de las fuerzas conservadoras más reaccionarias, que durante el llamado bienio negro o anticonstitucional, entre 1933 y 1935, se dedicaron a desbaratar todos los avances sociales conseguidos por los republicanos constitucionales hasta entonces.

Pero no le faltaba razón al considerar herido al Frente Popular, ya que la víspera, el día 8 de mayo, se había reunido la Comisión Ejecutiva del PSOE con los compromisarios provinciales del partido, y se comprobó la escisión de hecho que dividía inexorablemente a sus afiliados. Se enfrentaban dos bandos irreconciliables, dirigidos por Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, cada uno con propuestas de actuación diferentes. Se aprobó una moción de censura a la Comisión Ejecutiva, por 60 votos contra 41. Se trataba de una derrota de Don Inda, como se le apodaba popularmente.

La escisión del PSOE iba a tener unas consecuencias trágicas, ya que impidió el cumplimiento de los planes de Azaña, y en buena parte propició la sublevación de los militares monárquicos el 17 de julio siguiente. Además, durante la guerra dio lugar a nuevos enfrentamientos entre sus líderes, negativos siempre para la dirección organizativa del Ejército leal en medio del conflicto bélico.

Frente a la unión de las fuerzas de derechas para mantener sus privilegios seculares, se exponía la desunión de las izquierdas, incapaces de comprender que su enemigo no era el que se alineaba a su lado, sino el que se hallaba enfrente. Es el lamentable panorama que se encontró Manuel Azaña cuando fue elevado a la presidencia de la República.

En el Palacio de Cristal

El 10 de mayo de 1936 amaneció muy soleado en Madrid, ya con el calor propio de la época preveraniega. Las crónicas periodísticas nos permiten participar en el desarrollo de la sesión. En el Palacio de Cristal estaban instalados ventiladores, pero al ser efectivamente de cristal techo y paredes, y con tan nutrida concurrencia, el ambiente resultó sofocante. Un panel de cristal del techo se derrumbó y cayó sobre el sector socialista, pero no causó daños personales. Para algunos pareció una premonición de lo que se cernía sobre el partido.

Solamente estaban abiertas dos puertas del Retiro: la de la plaza de la Independencia para que entrasen los automóviles y los peatones, y la de la calle de O’Donnell para salir. El acceso quedaba restringido a personas con un pase especial de la Dirección General de Seguridad. Junto al Palacio, al aire libre, instaló una caseta Perico Chicote, ya un famoso restaurador, en donde se servían bocadillos, refrescos y café.

Las tribunas de periodistas, diplomáticos e invitados estaban llenas, y sus ocupantes se abanicaban con lo que tenían a mano. Aunque el resultado de la votación se daba por archisabido, todos se mostraban expectantes, al considerar que participaban en un acontecimiento histórico.

Los diputados y compromisarios ocupaban las sillas dispuestas según su lugar en el Congreso. No asistió ninguno de los ultraderechistas afiliados a Renovación Española y a la Comunión Tradicionalista, y también faltaron algunos de Acción Popular. En cambio sí estaban presentes los afiliados a la CEDA, con su Jefe Gil Robles al frente.

La elección

A las once de la mañana el presidente de la Asamblea mixta, Luis Jiménez de Asúa, presidente interino de las Cortes, dio comienzo al acto con un discurso muy breve, porque se definió como «fundamentalmente enemigo de enturbiar los momentos solemnes con discursos». Invitó a los presentes a vitorear a la República, lo que así hicieron todos los de la izquierda, puestos en pie, pero ninguno de la derecha, aunque se levantaron en señal de respeto, pese a que sus rostros evidenciaban otro sentimiento.

Mientras se celebraba el escrutinio los asistentes que no iban a ser llamados enseguida salían al exterior, para evitar el enorme calor del recinto. Entonces se materializó el enfrentamiento entre los dos sectores en que se hallaba escindido el Partido, verdaderamente muy partido, Socialista. Se oía discutir acaloradamente, cosa lógica en aquel ambiente, a Luis Araquistaín, director del semanario Claridad, inspirado por Largo Caballero, y a Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, impulsado por Prieto, cuando de pronto se enzarzaron en una pelea a puñetazos. Al parecer fue el apodado Zuga, para abreviar su apellido, el que agredió primero al otro. Hubo de intervenir la Guardia de Asalto para separarlos. La ruptura del PSOE implicaba, como anunció Gil Robles, la del Frente Popular, y colocaba una trampa fatal en el primer escalón sobre el que debía echar a andar el nuevo presidente de la República.

El 10 de abril Azaña había escrito a su cuñado Rivas Cherif: «Todo podría marchar si el araquistainismo no tuviese envenenado al partido socialista, de lo que vendrá seguramente la ruptura del Frente. Luego se quejarán de lo que sobrevenga». (O.c., p.679.) No se necesitaban muchas dotes de profeta para adivinarlo.

A las 14 horas Jiménez de Asúa dio lectura al resultado de la votación: asambleístas, 911; votantes, 847. Votos obtenidos: Alejandro Lerroux, uno; Francisco Largo Caballero, uno; Miguel Primo de Rivera, uno; Ramón González Peña, dos; Manuel Azaña, 754; en blanco, 88 papeletas. Al haber obtenido más de la mitad más uno de los votos necesarios, quedó proclamado presidente de la República Española Manuel Azaña Díaz.

Todos los asistentes se pusieron en pie, y los de izquierdas aplaudieron. Se escuchó cantar La Internacional, Els Segadors y Gora Euskadi, y también gritos de ¡UHP! Algunos se burlaban de los votos solitarios alcanzados por los tres diputados, que sin duda fueron autovotos.

El presidente levantó la sesión hasta las 15 horas, y la Mesa se trasladó a la Presidencia del Gobierno, en donde se encontraba Azaña, para darle cuenta de su elección y preguntarle si la aceptaba. Mientras tanto, diputados y compromisarios se acercaron al bar montado por Chicote, para reponerse con los platos fríos y refrescos ofertados. Según declaró después el restaurador, había obtenido una buena caja. Se comprende, dado el número de asambleístas e invitados, y no contar con otro restaurador en la zona.

Regresaron los integrantes de la Mesa, anunciando que Azaña aceptaba el cargo de presidente, y a continuación se trasladaron al Palacio Nacional, en la plaza de Oriente, para informar de todo lo sucedido al presidente en funciones, Diego Martínez Barrio.

Otro disparate socialista

En la tribuna de Prensa se había entregado a los informadores un documento firmado por un grupo de diputados y compromisarios socialistas, que protestaban contra la Comisión Ejecutiva de su propio partido. Atacaban sin piedad a «un miembro de la Ejecutiva», sin citar su nombre, aunque aparecía muy claro que se trataba de Indalecio Prieto. Manifestaban su rechazo a ninguna colaboración del PSOE en el Gobierno próximo, especificando que debía estar formado únicamente por republicanos. Para evitar dudas acerca de sus ideas, declaraban su rechazo irrevocable a continuar cumpliendo los acuerdos signados por el partido en el pacto del Frente Popular.

La nota concluía asegurando que los firmantes cumplían así la misión encomendada, «como mandatarios de la base de un partido que tiene como fundamento los más puros principios del marxismo revolucionario y que sigue, en su inmensa mayoría, con fe inquebrantable y verdadero entusiasmo la línea política que le ha trazado nuestro camarada Largo Caballero». Por si existía alguna duda sobre quién era el inspirador de la nota.

El PSOE no era un partido, sino dos, y además enemigos. Esa ambivalencia esquizofrénica le empujaba al suicidio, con la agravante de ser mayoritario en la preferencia de los españoles, y en consecuencia de contagiar a la República.

La perplejidad de algunos periodistas de izquierdas contrastaba con la alegría de otros de derechas: aquel comunicado era un torpedo de efectos retardados contra el recién elegido presidente de la República. Una facción socialista estaba preparada para impedirle poner en marcha sus planes. Mientras tanto, los militares monárquicos se preparaban para realizar los suyos. El ala largocaballerista del socialismo les facilitaba el camino para la rebelión armada.

Servidor de la República

Reanudada la sesión de la Asamblea mixta a las 15,15, el presidente Jiménez de Asúa dio la palabra al secretario, Rodolfo Llopis, para que leyese el acta de la sesión. En ella se comunicaba la aceptación de Azaña para desempeñar la presidencia de la República, añadiendo que «manifestó que ruega a la Mesa de la Asamblea que comunique a ésta que acepta el cargo con que le honra, dispuesto a servir desde él a la República». Tras ello el presidente declaró disuelta la Asamblea mixta de diputados y compromisarios. Todos los presentes se pusieron en pie, y los de izquierdas vitorearon a la República y a Azaña, mientras los de derechas guardaban silencio, con las caras muy largas.

Constituyó la escenificación del distanciamiento ente las dos españas, que iba a manifestarse enseguida de una manera feroz, al rebelarse los militares monárquicos el día 17 de julio contra el orden constitucional. La verdad era que no podía hablarse de dos españas, porque eran múltiples, tantas como grupos políticos y sociales se oponían dialécticamente en el Congreso, y a tiros en las calles.

A las 16 horas el Consejo de Ministros se reunió por última vez bajo la presidencia de Azaña. Fue una reunión de trámite, puesto que se encontraba en funciones. A las 17,30 Azaña se trasladó al Palacio Nacional, para presentar formalmente su dimisión y la de su Gobierno ante el presidente en funciones de la República, Martínez Barrio, que la aceptó, como era lógico, y se dispuso a resolver una crisis temporal. Encargó, como un cumplido, al ministro de Estado, Augusto Barcia, la formación de un nuevo Gobierno, forzosamente interino.

Barcia se limitó a confirmar a todos los ministros en sus cargos, con la continuidad de Santiago Casares Quiroga en Obras Públicas, más la cartera de Gobernación interinamente, lo que ya estaba haciendo, por dimisión del titular, Amós Salvador, incapaz de resolver la alteración permanente de la convivencia ciudadana por fuerzas extremistas.

La promesa

El lunes 11 se celebró la solemne ceremonia de prometer su cargo el nuevo presidente. Fue declarado día de gala para el Ejército, así que los regimientos lucieron sus vistosos uniformes requeridos. La puerta principal del Congreso estaba abierta, y la escalinata cubierta por una alfombra roja. Al pie formaron un regimiento de Infantería y una sección de Caballería. Las calles aledañas fueron ocupadas por los regimientos de guarnición en Madrid, y por el escuadrón de la Escolta Presidencial.

Todos los ministros y los integrantes de la Comisión de Etiqueta del Congreso vestían de frac, excepto el diputado comunista Ignacio Bolívar, que llevaba un traje oscuro de calle. A las 14,30 horas la Comisión de Etiqueta salió de la Cámara, para dirigirse al domicilio de Azaña y acompañarle desde allí al Congreso.

Una hora después llegó la comitiva, que fue recibida al pie de la escalinata por el Gobierno, presidido por Barcia. El presidente electo de la República vestía de frac, y llevaba sobre el pecho la banda y el gran collar de la Orden de la República.

En el habitual estrado de la presidencia se había colocado una tarima semicircular forrada de terciopelo rojo. A la derecha, un sillón forrado de rojo, y a la izquierda una mesa dorada y cinco sillones también rojos.

Todos los escaños se hallaban ocupados, salvo los de Renovación Española y la Comunión Tradicionalista, enemigos declarados de la República.

Penetraron en el salón primero cuatro maceros, seguidos de la Comisión de Etiqueta, el Gobierno, y por último Manuel Azaña, que saludaba con inclinaciones de cabeza, hasta subir a la tarima y sentarse en el sillón de la derecha.

El presidente interino, Luis Jiménez de Asúa, se situó tras la mesa, y declaró abierta la sesión. Concedió la palabra al secretario, Rodolfo Llopis, para que diese lectura al artículo 72 de la Constitución: «El presidente de la República prometerá ante las Cortes, solemnemente reunidas, fidelidad a la República y a la Constitución. Prestada esta promesa, se considerará iniciado el nuevo período presidencial». Invitado a prestar la promesa, declaró Azaña con voz firme: «Prometo solemnemente por mi honor, ante las Cortes, como órgano de la soberanía, servir fielmente a la República, guardar y hacer cumplir la Constitución, conservar sus leyes y consagrar mi actividad de jefe del Estado al servicio de la Constitución y de España». Le respondió Jiménez de Asúa: «En nombre de las Cortes que os invisten os digo que, si así lo hacéis, la nación os lo premie, y si no, os lo demande».

Los diputados, puesto en pie, aplaudieron estentóreamente, excepto los pertenecientes a la CEDA. Se escucharon vítores a la República y a Azaña, y también los de ¡UHP! A la salida sonaron clarines, y las bandas de música interpretaron el Himno de Riego.

En el Palacio Nacional

Se sentaron en un coche Azaña y Jiménez de Asúa, para trasladarse al Palacio Nacional, seguidos por una larga comitiva. Las calles desde la carrera de San Jerónimo hasta la plaza de Oriente estaban custodiadas por militares, mientras siete escuadrillas de Aviación sobrevolaban el espacio. Al llegar a palacio se escucharon los 21 cañonazos de ordenanza. Allí esperaba el ya expresidente de la República en funciones, Martínez Barrio, vuelto a su cargo de presidente de las Cortes, quien acompañó al nuevo presidente de la República, el Gobierno en pleno y los altos jefes militares hasta el balcón central, para que desde él contemplasen el desfile de las tropas que cubrieron la carrera.

Ante la puerta principal se dispusieron dos tribunas, una para los diputados y compromisarios, y otra para los concejales del Ayuntamiento madrileño. Una enorme multitud cubría la plaza y aledaños. El desfile transcurrió entre aplausos de la gente, y vítores a la República y Azaña, hasta concluir a las 16,30 horas, pero muchas personas continuaron en el lugar, y se produjeron algunos incidentes menores.

En palacio se habían empezado a preparar las habitaciones que ocupó en su día la reina madre María Cristina de Habsburgo, para residencia del matrimonio Azaña. Los monárquicos recalcitrantes consideraron el hecho una profanación, y exteriorizaron su protesta, sin más consecuencias. Contiguos a ellas quedaban los salones destinados a reuniones y audiencias, y en la entreplanta inferior todos los ocupados por los funcionarios de su casa particular.

En el despacho presidencial tuvo lugar la breve ceremonia protocolaria de presentar la dimisión del Gobierno su presidente, Augusto Barcia, que le fue aceptada por Azaña. Tras ello el presidente y su esposa se trasladaron a la Quinta del Pardo, en donde iban a alojarse hasta que terminasen las obras de acondicionamiento en palacio.

Un nuevo Gobierno

La primera tarea del nuevo presidente de la República, además de unas recepciones oficiales, debía ser encargar la formación de Gobierno a un líder político. Desde antes de su postulación a la presidencia comentaban los periódicos que con toda seguridad designaría a Indalecio Prieto, en quien confiaba plenamente, y así fue. Pecando de un optimismo contra toda evidencia, Don Inda aceptó el encargo, con la condición de someter la cuestión al partido. Su credulidad desenfrenada le animó a exponer al presidente su plan para la renovación de los jefes militares considerados desafectos, tal como se pudo comprobar durante el llamado bienio negro. Tenía plena razón, y es lamentable que sus propósitos no se pudieran realizar, porque tal vez de haberlo conseguido la historia de España sería diferente de como es, porque se habría imposibilitado la sublevación de julio y sus terribles consecuencias.

Naturalmente, como era previsible, los largocaballeristas se opusieron ferozmente a que su compañero de partido presidiera el Gobierno. Alegaban que el PSOE no debía comprometerse más con una República burguesa, sino que estaba obligado a trabajar por la revolución. Esa misma tarde Prieto facilitó una nota informativa a los periodistas, en la que explicaba su renuncia a formar Gobierno, para evitar «así toda nueva pugna entre nosotros». Loable pero inútil propósito.

Poco tiempo después, en su exilio mexicano de español libre, al conocer la noticia de la muerte en exilio de Azaña el 4 de noviembre de 1940, redactó Prieto su necrología, en la que confesó: «Desde el punto de vista republicano, buena parte de las responsabilidades políticas por la subversión militar, que estalló poco después, habrían de buscarse en la forma de resolver la inevitable crisis ministerial producida cuando el señor Azaña fue exaltado a la Presidencia de la República, […] Encargado yo de formarlo [el Gobierno], decliné el encargo, porque me cerró el paso la mayoría del grupo parlamentario socialista, opuesto a todo Gabinete de coalición, y con mayor furia si había de ser yo quien lo presidiese». (Citado por la edición de Palabras al viento, Barcelona, Planeta, 1992, página 254.)

No solamente «desde el punto de vista republicano», sino desde el de cualquier examinador de la historia, se debe achacar al PSOE una enorme responsabilidad en los acontecimientos posteriores al 12 de mayo conducentes a la guerra.

La solución Casares

El presidente de la República mantuvo conversaciones con todos los jefes políticos, y se encontró abandonado por todos ellos. La situación social desanimaba al más dispuesto. La única solución posible consistía en recurrir a su propio partido, y dentro de él a la persona más fiel a sus ideas, aunque no era la más capacitada, Santiago Casares Quiroga, enfermo de tuberculosis y desprovisto de dotes organizativas y de mando.

A las dos menos diez de la madrugada del 13 de mayo Casares proporcionó a los informadores la lista de su Gobierno. Aumentaba el error de su designación con el hecho de reservarse la cartera de la Guerra, además de ostentar la presidencia. De ese modo imitaba a su jefe, que en los gobiernos presididos por él entre el 14 de octubre de 1931 y el 8 de setiembre de 1933 se mantuvo al frente del Ministerio de la Guerra, y lo reformó a fondo. Lamentablemente, Casares no poseía las cualidades de Azaña. En ese preciso momento los militares monárquicos conspiraban para derribar a la República, y la ineptitud del ministro les facilitó la rebelión.

Culpan algunos historiadores a Azaña de esos trágicos sucesos, por haber designado a un incapaz para formar Gobierno, y aceptar que además se ocupase de un Ministerio tan conflictivo como el de la Guerra. No tienen en cuenta que resultó la única solución, porque los socialistas le impidieron realizar sus planes. Sería perder el tiempo hacer política ficción, y especular con lo que hubiera podido ocurrir con Prieto al frente de Guerra en aquellos meses de conjuras militares. Sin embargo, podemos afirmar que su actuación habría sido diferente a la de Casares, y en consecuencia también lo serían estos últimos 77 años de nuestra historia.


Este artículo fue publicado originalmente en la web de Unidad Cívica por la República el 12 de mayo de 2013.

Arturo del Villar es escritor, periodista y poeta. Presidente del Colectivo Republicano Tercer Milenio. Colabora con Eco Republicano desde 2018.

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