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Emilio Castelar por Roberto Castrovido

Emilio Castelar

Emilio Castelar y Ripoll nació en Cádiz el 7 de septiembre de 1832. Fue un político republicano, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874. En la actualidad es recordado como uno de los oradores más importantes de la historia de España. En 1932 con motivo del centenario de su nacimiento, el insigne periodista republicano, Roberto Castrovido (1864-1941), escribía en el siguiente artículo en el periódico «El Luchador» que reproducimos en Eco Republicano.

Emilio Castelar por Roberto Castrovido

El día 7 hizo un siglo que nació en Cádiz. Hace pocos años que está renaciendo, volviendo a nacer. Gozó desde 1854 al 14 de julio de 1873 de la mayor popularidad de que es dable gozar en España a un artista y un político. En 1854 se fue con su amigo Miguel Morayta al teatro Real. Ocuparon sendas butacas. Castelar, con voz atiplada, pide la palabra. Concedida que le fue sube al escenario y pronuncia aquel su discurso que comienza con esta petulante frase: «Queréis saber lo que es la democracia? Os lo voy a decir». El discurso fue el primer triunfo de Castelar. González Bravo le saludó desde un palco: «Joven democracia yo te saludo». El público, aplaudió al gran orador. La Prensa publicó millares de veces el sonoro apellido Castelar. La reina le quiso conocer. La opinión le exaltó.

Castelar dirige «La Democracia». Gana por oposición la cátedra de Historia de España de la Universidad (1858) y escribe, escribe libros y artículos. Uno de estos artículos. «El rasgo», le vale el segundo triunfo. El Gobierno que preside Narváez y en el cual figura el traidorzuelo Alcalá Galiano y al frente de la Instrucción pública, precisamente (era ministro de Fomento el exaltado de 1820), le destituye de su cátedra. Se niega el rector (Montalbán) a ser sicario del Gobierno, encuentra este otro rector, el marqués de Zafra, que le ayuda en el atropello, y tenemos en la calle el gran suceso que conoce la historia con la frase «la noche de San Daniel»: la guardia veterana que disolvió la revolución de Septiembre de 1868 carga frenética sobre los estudiantes y los pacíficos vecinos que marchan por la calle; hay muertos, hay heridos.

Al año siguiente, tercer triunfo de Castelar. Conspira y lucha tras la barricada de San Indefenso. El general O’Donnell le hace condenar a muerte. Se refugia en la embajada de los Estados Unidos (la embajadora es Carolina Coronado). Huye a Francia. Salva su vida. Está ya en pináculo de la gloria. Vive en París. Conspira con Prim, con Ruiz Zorrilla, con Sagasta y con los demócratas Orense y Rivera. ¡Alcolea! La revolución triunfante.

Regresa por Barcelona. Pone su verbo a la defensa de la democracia republicana enfrente de la democracia, que aceptando el principio de la accidentalidad de la forma de Gobierno espera a la votación de las Constituyentes a la monarquía.

La democracia republicana, adoctrinada por Pi y Margall y empujada por Orense, adopta como sistema el federalismo. «La República federal! ¡Miel de Himeto sobre hojuelas de oro!» exclama enfáticamente Castelar que va de pueblo en pueblo propagando la República federal. Gana adeptos y conquista popularidad.

Las asambleas generales le designan desde 1869 a 1873 para el Directorio. Castelar transige con la poco táctica insurrección federal de 1869. Contra la de Ferrol (1871) es menos enérgico que Pi y Margall. Es benévolo, defiende la Internacional. Brilla en las Cortes Constituyentes y en las del reinado de don Amadeo. En las Constituyentes alcanza la cima defendiendo contra Manterola la libertad de cultos; en las de 1872 descuella al abogar por la abolición de la esclavitud. Saluda a la República en la sesión del 11 de febrero y es elegido ministro de Estado. Castelar es el primero por el número de votos.

Hasta el Gobierno de Pi y Margall conserva su inmensa popularidad, tan grande como la de Prim, superior a la de «Tato». Castelar distínguese de sus compañeros (Salmerón y Pi) por su liberalismo burgués, que hoy decimos. Célebre es la polémica que, desde «La Democracia», sostuvo contra Pi y Margall, director de «La Discusión», combatiendo el socialismo y defendiendo, como uno de los derechos de la inmortal tabla, el de la propiedad individual.

Castelar dio en la Declaración de los Treinta indicios de su tibieza federal; pero federal se mantuvo después hasta el extremo de redactar la Constitución de la República. 

Primer periodo. Máxima popularidad del político, del orador, del ateneísta, del historiador, del pensador, del artista.

Castelar libra el 23 de abril de las iras de la muchedumbre a don José Echegaray, de la Comisión Permanente y le acompaña hasta el Casino. Castelar soporta el Gobierno de don Francisco Pi, no sin intentar antes prolongar la presidencia de Figueras. Le hieren en el corazón los cantonales. La insurrección de Cartagena le indigna. Contribuye a la elección de don Nicolás Salmerón y Alonso para la presidencia del poder ejecutivo. Cae Salmerón contrario al restablecimiento de la pena de muerte en el ejército y le reemplaza Castelar. Castelar fusila a unos soldados para restablecer la disciplina militar. Logra que las Cortes suspendan sus sesiones y libre de su ficalización y su molestia, se dedica a reorganizar el ejército a fin de vencer a los carlistas a los cantonales de Cartagena y a los insurrectos de Cuba. Empresa superior a sus medios.

Obtiene una fácil aureola de político devolviendo sus puestos a los jefes y oficiales de artillería, entregando la República a generales monárquicos, concertando con el Papa el nombramiento de obispos y entregando el «Virginius» a los Estados Unidos. No creó un verdadero ejército, no organizó las relaciones entre el Estado y la Iglesia, no fue capaz de cortar con la autonomía la insurrección de Cuba. A los generales Pavía a Alburquerque a Martínez Campos les dio el mando sobre tropas que utilizaron contra la República y contra la revolución de Septiembre. A los voluntarios de Cuba les exasperó, no les rindió. Envalentonó al Vaticano sin lograr de Pio IX ni una bendición para la República.

Reunidas las Cortes derrotaron a Castelar y se disponían a votar a Palanca cuando el capitán general de Madrid volvió contra las Cortes, la República y la ley las armas que para defenderlas le entregara incautamente Castelar.

Fue acusado injustamente de traidor, de cómplice del general Pavía. Los federales no le perdonaron su celebérrimo apóstrofe: «La quemasteis en Cartagena» (refiriéndose a la Constitución federal). Los librepensadores, con Salmerón a la cabeza, le reprocharon la forma de nombrar obispos. Pavía y Serrano le recriminaron su hosquedad para el Gobierno nacional autofederalista que aceptó solo un republicano: García Ruiz. Los periodistas tacharon a su eminente compañero de haber multado y de haber suspendido periódicos y detenido a los que redactaban y dirigían. Labra, a título de autonomista antillano, también se mostró hostil a Castelar.

Pasó de la máxima popularidad a la máxima impopularidad, del amor al odio. Hasta su muerte y muchos años después le persiguió como una furia implacable la impopularidad. La acrecentó su posibilismo, su aversión a las que llamaba bulgaradas, es decir, a las rebeliones militares promovidas por Ruiz Zorrilla, su célebre «apenas me llamo Pedro» y el licenciamiento de su partido.

La Prensa republicana se ensañaba con él. Los oradores progresistas, centralistas y federales le maltrataban en sus discursos. Viejo, apenas hablaba. Odiado, no se le leía. Sobre él caían acusaciones, dicterios, calumnias y viles cuchufletas, hasta en las revistas políticas.

Castelar, ya enfermo de muerte, volvió no al republicanismo que jamás abandonó, si al revolucionarismo. Era ya tarde. Entonces la respuesta a los cien mil de Olias, entonces el discurso de la tertulia progresista de la calle de Espartero. Prescindiendo de este crepúsculo vespertino que ilumina un sol Poniente, fue este segundo periodo el de la máxima odiosidad.

Ser impopular, ser odiado, lo prefería de seguro el ánima del muerto al desprecio, al desdén, al desconocmiento de sus obras escritas, al olvido de la generación que vino a la vida después de su muerte.

No le oyó por joven, no le leyó por predisposición contra el escritor. Se le tachó de ampuloso, de exuberante como un cañaveral levantino, de vaque como un charlatán, de historiador poético que inventa y no estudia, de orador gárrulo, de escritor vacío y retórico en el sentido agresivo de la palabra, de gobernante capaz de fusilar soldados y de patrocinar a generales traidores a la disciplina, de conversacionista injuriador de hombres que valían más que él (los krausistas, los federales, los librepensadores), de plagiario de Michelet y Víctor Hugo, de secuaz de Renán, de admirador de Lamartine, de individualista pasado de moda, de admirador –¡todavía!- de Donizetti y Bellini, de incapaz de comprender a Wagner y a Tolstoi, de vanidoso y de tragón… cuanto puede inventar la maldad humana.

Murió Castelar en mayo de 1899 y la generación del 98 le hizo exequias eutrapélicas en torno a una mesa del Lyon de Oro. Ni un joven literato, ni un profesor moderno, ni un periodista lampiño, asistió al entierro del grande hombre. Se le sepulta y se le olvida. Con Castelar dijérase que se había enterrado su producción literaria. Solo se le recuerda para maldecirle, para calumniarle, para mofarse de sus libros y de sus discursos.

Pasan años y «Azorín», uno de los hombres de 1898, lee a Castelar y nos sorprende con un estudio de su prosa. «De fray Luis de Granada a Castelar» se titula uno de los mejores libros de «Azorín» a este respecto. Se releen sus discursos, ya en libros, ya en el «Diario de Sesiones», y se aprecia que las indudables improvisaciones valían tanto o más que los discursos aprendidos de memoria antes de pronunciarlos. Un cambio en el sistema de escribir la Historia devuelve al historiador la estimación perdida. Se alaba al pensador por su profecía sobre Rusia. Castelar vio antes que nadie los horrores del bolcheviquismo.

Los republicanos hemos triunfado evolutivamente, tras unas elecciones municipales y abominamos ya de los pronunciamientos, de las bulgaradas. Todavía está en pugna Castelar con la moda del comunismo, sarampión retrasado que padecen nuestros talluditos jóvenes de cerca de los cuatro lustros o de un poco más de los veinte años. Castelar volverá a ser ídolo, semidiós y mentor de los republicanos contrarios a la lucha de clases, al marxismo y a la dictadura del proletariado y que siguen fieles a la libertad, al sufragio universal y a las Cortes.

Castelar renace, vuelve a la vida. El Ateneo de Madrid presidido por don Ramón del Valle Inclán ha ido al Cementerio de San Isidro a poner flores sobre la lápida del sepulcro de Castelar. Nació ese día, el pasado miércoles, a la estimación de la intelectualidad española. No ha sido un Centenario éste del nacimiento de Castelar en Cádiz el año de 1832, reinando aún Fernando VII. Ha sido un renacimiento precursor de la reconquista póstuma de otra popularidad.

Roberto Castrovido.

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