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Estrategia de la libertad, por Fernando Valera

Fernando-Valera


«La libertad no puede combatir la herejía totalitaria, si no es con las armas y maneras propias».


ESTRATEGIA DE LA LIBERTAD | Fernando Valera

El filósofo norteamericano Sydney Hook, en uno de sus estudios distingue atinadamente entre lo que él llama la herejía marxista y la conspiración de los partidos comunistas. En una sociedad liberal -dice- todo el mundo tiene derecho a discrepar, pero no se puede negar al Estado el derecho a defenderse de una conspiración internacional montada por un imperio extranjero, a la sombra de una ideología seductora y sirviéndose de ella en provecho propio.

Sin embargo, nos parece que Sydney Hook no ha llegado hasta el fondo del problema. La estrategia de la libertad, ante la agresión totalitaria en general, presenta dos aspectos diferentes y complementarios: las medidas de carácter defensivo que el Estado liberal pueda emprender sin negarse a sí mismo, y la ofensiva ideológica para desalojar al adversario de sus baluartes o para reducir al menos su evidente acción corrosiva. Nos atendremos ahora a lo primero.

Comencemos por establecer de manera categórica que el Estado democrático debe tener especial cuidado en no desvirtuar sus propias esencias, adoptando inconscientemente las tácticas y principios del adversario, lo que equivaldría prácticamente a implantar el totalitarismo, sin más que cambiarle de nombre. La lucha contra el comunismo, antes que negación de su sistema, ha de ser afirmación de los principios de la libertad; sólo esto justifica lo otro. «También los Hitler y los Franco -ha escrito Sydney Hook- son anti-rusos y anti-Stalin: pero no son anti-totalitarios, pues que no rechazan los campos de concentración y el terror político organizado; en cambio, suprimen la libertad cultural y las demás libertades. Cualesquiera que fueren las diferencias entre Hitler y Stalin, desde luego no se fundaban en el respeto a la dignidad de la persona humana. En lo que atañe a los valores esenciales para una sociedad libre, las semejanzas entre ellos eran mucho mayores que las diferencias».

Manes Sperber ha esclarecido a maravilla la esencia de esa rivalidad entre dictadores: El principio de que «el enemigo de mi enemigo es mi aliado» -ha dicho en suma- no puede aplicarse desde el punto de vista de una estrategia liberal a los regímenes totalitarios de signo contrario; porque éstos no son entre sí enemigos, sino meros concurrentes que se disputan un beneficio común: la inmolación de las libertades democráticas. El argumento que pretende justificar la alianza con los pequeños despotismos de occidente para preservarse de la colosal tiranía oriental es, pues, un pretexto falaz, inmoral y contraproducente. La libertad no puede sin negarse a sí misma combatir a la herejía totalitaria, si no es con las armas y maneras propias. Afirmado este principio, debemos preguntarnos ¿cómo puede negarse, en nombre de la libertad, a las conspiraciones totalitarias la soltura de movimientos de que se valen para socavar por sus cimientos la sociedad democrática y desmoronarla?

Paréceme a la sazón de gran provecho y adoctrinamiento recordar la experiencia española y sacar sus enseñanzas. Sólo la falta de madurez o la irreflexión explican que los gobernantes de aquella república identificaran el respeto de las libertades constitucionales con la inhibición del poder público que permitió la conjura descarada contra la patria y toleró a los conspiradores totalitarios de uno y otro bando que soliviantasen y desbordasen a la inmensa mayoría del país, pacífica, liberal y republicana, y arruinasen a una nación en la contienda civil más bárbara, cruel e innecesaria de cuantas registra la historia de España, tan fecunda en episodios del mismo linaje. Y es que una cosa es la libertad en el orden ético y metafísico, el libre albedrío, esencia misma del ser moral, y otra el ejercicio de las libertades y derechos políticos, que derivan filosóficamente de aquel albedrío y lo suponen, pero no lo comprenden y agotan de manera absoluta. En el sentido transcendental, la libertad es inherente a la naturaleza específica y permanente del hombre; mas, en el sentido político las libertades aparecen cuando la ley las define y la autoridad las regula y las ampara.

Es incuestionable que todos los hombres tienen el mismo derecho de creer y adorar libremente a Dios; pero la libertad de cultos por la que tan sublimes sacrificios llevara a cabo el cristianismo primitivo con sus apologistas y sus mártires, y por la que se desencadenaron las guerras de la Reforma, no se consolidó como libertad política hasta el día en que las leyes decretaron que todas las conciencias tienen derecho a rendir al Dios de su elección el culto que voluntariamente crean deberle, y hasta que la autoridad decidió proteger los templos -todos los templos- para que los creyentes -todos los creyentes- pudiesen orar confiados sin temer la agresión de fanáticos o iconoclastas.

Generalizando el ejemplo, sin agotarlo, llegaríamos a concluir que las libertades, en el sentido político del vocablo, suponen siempre un orden, una ley y una autoridad. La mayor flaqueza de la filosofía liberal, que le viene de la nefasta influencia del naturalismo rousseauniano, consiste en identificar la libertad con la anarquía. Ya Proudhon había esclarecido las razones por las cuales el comunismo se traduce prácticamente en opresión de las individualidades vigorosas por las masas amorfas; y la anarquía en la esclavitud de estas masas de hombres débiles e indefensos bajo el despotismo de los más fuertes. La anarquía solo supone libertad en el mundo quimérico de J. J. Rousseau, padre de la mitología revolucionaria moderna, según la cual existe un orden natural libre que ha sido suplantado por la sociedad civil, engendradora de jerarquías, leyes y servidumbre. Mas, en el mundo real de la vida y de la historia las cosas acaecen de manera harto diferente; el orden natural es esclavitud, miseria, violencia, ignorancia, guerra. Para protegerse de esos horrores la sociedad civil ha ido creando poco a poco la libertad, la abundancia, la justicia, la ciencia y la paz, es decir, la relativa civilización de que gozamos. Síguese que la ley y la autoridad tienen por misión definir los límites de las acciones particulares y de ordenarlas equitativamente, si es que los hombres han de gozar de libertades.

Pues bien, los partidos totalitarios son agrupaciones políticas que se proponen declaradamente el fin ilícito inmoral de asaltar el poder por el amaño o por la violencia, para suprimir luego las libertades de los demás hombres y partidos. A veces, como en el caso de los bolcheviques en Rusia o de los falangistas en España, se trata de una minoría audaz y violenta que se apodera de los resortes del Estado por un acto conspirativo; en otros casos, como el fascismo de Mussolini o el nacional-socialismo de Hitler, se vale de los instrumentos y mecanismos de la democracia para encaramarse al poder a favor de una corriente pasajera de opinión mayoritaria -lo que desde luego es menos reprobable que lo otro- pero una vez instaurados en el poder lo usurpan indefinidamente, conculcando las bases mismas del sistema democrático que no deben ser confundidas con el despotismo de una mayoría eventual. Democracia -ya lo enseñaba Aristóteles hace veinticuatro siglos- es permanente intervención de todos en la cosa pública, con iguales libertades y derechos. La competencia de la mayoría en una democracia no es la soberanía, a que pertenecen todos, sino solamente la facultad decisoria dentro de los límites del respeto a las leyes y costumbres establecidas.

La estrategia de la libertad no se reduce pues a la defensa ocasional de la sociedad, la americana u otra, contra la conspiración comunista al servicio de Moscú; es un problema mucho más hondo y permanente que atañe a la protección de la civilización liberal contra ciertas asociaciones ilícitas, contra los partidos totalitarios, entre cuyos fines y prácticas figura la ejecución del más abominable de todos los crímenes: asaltar el poder, suprimir las libertades del hombre, afianzar la oligarquía permanente de un partido, y abrir en consecuencia la era de las rebeliones y de las discordias civiles necesarias en que perecen los más altos ideales y se envilecen los más nobles sentimientos de la sociedad civilizada.

La estrategia de la libertad no se reduce a la defensa ocasional de la sociedad, sino que ha de luchar contra la estrategia de los partidos totalitarios, contra la cual los Estados tienen el derecho y el deber de concebir y organizar esa estrategia de la libertad.

FERNANDO VALERA


Artículo publicado en el boletín informativo «Ibérica por la Libertad» en su edición de 15 de enero de 1955. La revista estaba dirigida por la abogada y política republicana, Victoria Kent.

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