Eduardo Montagut
La Segunda República, a través de la Constitución de 1931, articuló un tipo de Estado nuevo en relación con los dos modelos anteriores. Se abandonó el centralismo del Estado liberal, consagrado en todas las Constituciones desde la gaditana hasta la de la Restauración de 1876. Pero no se optó por la solución federal del Proyecto Constitucional de 1873 de la Primera República. Podría decirse que se aprobó una especie de tercera vía: la del Estado Integral. En este sentido conviene que tengamos en cuenta la heterogeneidad de las fuerzas políticas que habían contribuido a la llegada de la República, donde se mezclaban planteamientos plenamente centralistas con otros más descentralizadores y hasta federalistas junto con la presencia del nacionalismo catalán.
El Estado español de la República debía organizarse partiendo de los municipios que se mancomunaban en provincias, que podían organizarse en regiones autónomas. La Constitución de 1931 negaba la posibilidad de cesiones territoriales o de autodeterminaciones.
En el plano municipal se rompió claramente con toda la compleja legislación liberal previa y se zanjó la intensa polémica entre las dos familias liberales sobre la forma de elección de los ediles. Las corporaciones municipales serían elegidas por sufragio universal directo entre los vecinos de cada localidad, salvo en los casos de concejos abiertos. Por encima, estarían, como hemos visto, las provincias. Una ley debía determinar el órgano gestor de las mismas. En las Canarias se reconocía la existencia del cabildo insular, cuyas funciones serían las mismas que las que establecería la legislación para las provincias. Se permitía que las Baleares optasen por un régimen idéntico.
El nuevo modelo de organización territorial establecía la posibilidad de la existencia de regiones autónomas. La región autónoma podría nacer cuando varias provincias limítrofes acordasen crearla. Tendrían derecho a un Estatuto, con un gobierno y un parlamento propios. Para la aprobación del Estatuto eran necesarias tres condiciones. En primer lugar, debía ser propuesto por la mayoría de los ayuntamientos o de aquellos que comprendiesen las dos terceras partes del censo electoral de la región. En segundo lugar, debía ser aprobado en referéndum, cuyo resultado positivo tendría que contar, al menos, con el respaldo de las dos terceras partes de los electores del censo electoral de la región. Si fuera negativo o no se alcanzara esa mayoría, no se podría volver a presentar la propuesta de autonomía hasta pasados cinco años. Y, en tercer lugar, debía ser aprobado por las Cortes de la República. El Congreso podría modificar, eliminar o enmendar los artículos que estimase oportuno si entraban en colisión con la Constitución o las Leyes orgánicas. Cualquier provincia de una región autónoma o parte de ella podía renunciar a su régimen y volver a ser provincia administrada por el Estado. Esta decisión debía estar respaldada por la mayoría de los municipios.
La Federación de regiones autónomas quedaba prohibida.
Una de las cuestiones más complejas y debatidas fue la de las competencias que el Estado podía transferir. Se optó por una solución muy cauta, ya que se establecieron tres categorías de competencias.
El Estado se reservaba todo lo relacionado con la cuestión de la nacionalidad, la regulación de los derechos y deberes constitucionales, las relaciones con las confesiones religiosas, la defensa y la política exterior, la seguridad pública cuando afectaba a todo el país, el comercio exterior y las aduanas, la moneda, la ordenación bancaria, la política hacendística general y las telecomunicaciones.
En segundo lugar, estarían las competencias estatales que podían gestionar y controlar las autonomías, aunque la legislación debía partir de las Cortes: legislación penal, social, mercantil y procesal, la protección de la propiedad intelectual e industrial, seguros, pesas y medidas, administración del agua, caza y pesca fluvial, la prensa y la radio, y la cuestión de la socialización de la propiedad.
Por último, las competencias propias o específicas de las regiones autónomas serían todas las que no estaban señaladas entre las anteriores.
En el caso de conflicto de competencias entre la administración central del Estado y las administraciones de las regiones autónomas, el Tribunal de Garantías Constitucionales debía emitir un dictamen para que las Cortes decidieran.
Estaba claro que, aunque se había avanzado en el proceso de descentralización frente al modelo centralista tradicional español, las competencias de las autonomías eran muy limitadas y las Cortes podían rebajar mucho los estatutos.
Durante el Bienio Reformista solamente se aprobó el Estatuto de Cataluña. La redacción de dicho Estatuto estuvo protagonizada por Esquerra Republicana. Pero las Cortes recortaron sustancialmente lo aprobado por los catalanes, aunque, al final lo aceptaron, ya que era un avance en el autogobierno, a pesar de que para los nacionalistas catalanes era insuficiente. Por otro lado, aunque lo estipulado por la Constitución era muy limitado y las Cortes se encargaron de rebajar el Estatuto catalán, no se eliminaron los recelos del ejército, siempre crítico y contrario a cualquier solución que supusiese romper con el modelo tradicional del Estado español. El Estatuto creaba un gobierno autónomo, la Generalitat, compuesto por tres órganos: parlamento, consejo ejecutivo (gobierno) y un presidente.
En las primeras elecciones autonómicas ganó Esquerra Republicana, que llevó a Macià a la presidencia y a Companys a presidir el Parlament.
En relación con el País Vasco, el PNV y los carlistas elaboraron un proyecto tradicionalista y poco democrático de Estatuto, que fue rechazado por la mayoría de izquierdas del parlamento. El País Vasco no tendría autonomía hasta la guerra civil.
Eduardo Montagut Contreras es Doctor en Historia Moderna y Contemporánea, colabora con Eco Republicano desde 2014.
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