Francisco Giral González
Cuando Carlos III establece la bandera bicolor a finales del siglo XVIII, su uso se limita a ser insignia de la Marina, para distinguir las naves españolas de las de otras naciones de dominio borbónico con banderas simplemente blancas o con franjas azul celeste. A fines del siglo, que se caracterizó por el pacto de familia borbónico, era ya importante distinguir las naves y los territorios ultramarinos bajo dominio español, a fin de no confundirse con el dominio francés, pues las relaciones políticas en la familia Borbón empezaban a cuartearse. Fue, precisamente, en América y en los lugares que había sentido algún influjo francés, donde hubo que plantar la bandera bicolor como valladar al dominio inglés, señalando así el momento culminante de la dominación española en el mundo: retirados los franceses, la frontera del inglés y el españolen el continente americano es marcada por la insignia bicolor, en el Misisipí, en ciudades de origen francés, como Saint Louis Missouri y Nueva Orleans -capital de Luisiana-, o en territorios que siempre fueron españoles, como la Florida. Por otro lado, la bandera bicolor detiene en el occidente norteamericano, al norte de California, a los rusos que descienden desde Alaska.
A partir de ese momento, la bandera bicolor se retira y va perdiendo terreno en el continente americano. Medio siglo después de haber ondeado en las cuatro quintas partes del territorio que hoy constituyen los Estados Unidos, cede a la expansión del habla inglesa, cuya frontera fijarán en el Río Bravo los mexicanos independizados, dejando ese núcleo de 12 millones de chicanos bajo el dominio norteamericano, pero hablando español, como ha venido a recordar estos días su recio adalid Reyes de Tijerina. En el primer cuarto del siglo XIX, con la derrota de Ayacucho, desaparece del continente para limitarse a las islas del Caribe. Al final del siglo, también tiene que ser arriada en Cuba y en Puerto Rico y desaparece de Asia con la pérdida de Filipinas. El siglo XX marca la retirada gradual en África. protectorado de Marruecos, Guinea, el Sahara.
Después de Ayacucho, con todos los virreinatos continentales de América convertidos en Repúblicas, es cuando en la Península se generaliza su uso para todos los cuerpos armados de mar y tierra, mientras que los liberales de Cádiz la adoptan como enseña nacional frente a los símbolos absolutistas de Fernando VII. Acaso por eso, la I República no toma en consideración el cambio de colores simbólicos -tampoco tuvo mucho tiempo para pensar en ello-, sintiéndose más cerca de los ministros de Carlos III y de los constituyentes de Cádiz y más alejada de Fernando VII.
En vísperas de esa República, que no tocó el problema de la bandera, ya aparece la enseña tricolor en el Cantón de Cartagena, que quiere significar así su mayor distanciamiento de Isabel II, quién había terminado asumiendo la bandera bicolor como enseña nacional. Se añade el color morado que, si bien ha sido utilizado por distintas realezas, también es el color que simboliza a Castilla -a pesar de posibles transcoloraciones que valdría la pena investigar químicamente- y que recuerda a Fernando el Católico por asignar el pendón morado de Aragón a su guardia personal.
Se atribuye al pendón morado de Castilla -con la reserva del carmesí original- haber sido bandera triunfante en las Navas de Tolosa, hace 766 años, al frente de diversas fuerzas cristianas que derrotan decisivamente a los musulmanes. Como identificación de Castilla con la enseña morada, debe recordarse que es un rey castellano, nacido en Castilla -Alfonso VIII- quien la enarbola.
En cambio, es seguro que la bandera bicolor no estuvo en la batalla de Navas, ni entró en Sevilla con San Fernando, ni amparó la creación del Regimiento Inmemorial del Rey como decano de las fuerzas armadas, ni sirvió a Alfonso X para inundar el mundo de cultura española, como un ejemplo de convivencia y tolerancia entre moros, judíos y cristianos. Justamente, es en tiempos del Rey Sabio cuando aparece la voz "español" para designar a la mayoría de los habitantes de la Península. La bandera bicolor no tuvo nada que ver en la creación de ese vocablo y de ese concepto; más bien el hecho se acerca al color morado.
Tampoco la bandera bicolor rindió Granada ni sirvió de emblema a los Reyes Católicos, ni fue con Colón a América -el 12 de octubre de 1492 se plantaron en la isla de Guanahaní "las banderas verdes de los reyes"-, ni con Hernán Cortés a México, ni con Pizarro al Perú, ni dio la vuelta al mundo con Magallanes y Elcano, ni realizó quimera de tomar posesión del Océano Pacífico en manos de Núñez de Balboa. Tampoco enarboló el Gran Capitán en Ceriñola y en el Garellano, ni el Cardenal Cisneros en África, ni el Marqués de Pescara en Pavía, ni el Duque de Alba en Flandes, ni Felipe II en San Quintín, ni don Juan de Austria en Lepanto. Ni siquiera pudo pintarla el más egregio pincel cuando Breda se rindió a Heredia, el de las lanzas. Lo que más recuerda a la bandera bicolor es la bandera catalana paseando sus glorias en el Mediterráneo, por ello, es mérito de los catalanes y no de la historia que se superpone a la bandera actual.
Por el contrario, el color morado seguirá siendo el emblema de los señores de Castilla, cuando se juntaron como comuneros para resistir los caprichos de un joven e inmaduro rey extranjero, así como de sus voraces e inexpertos consejeros, nacionales o extraños. Cuando ese tercer color se incorpora a la bandera roja y gualda en 1931 -después de su efímera vida en Cartagena- no es el fruto de una decisión autoritaria ni el capricho de ningún gobernante: surge de forma espontánea y sencilla de las entrañas del propio pueblo español. La primera noticia que se tiene de su aparición, al registrar el triunfo cívico y pacífico en las urnas, procede de un industrioso lugar guipuzcoano -Eibar- orgullo de toda la España laboriosa, e inmediatamente ondea en la madrileña plaza de La Cibeles, en manos de respetables técnicos de las comunicaciones. Así llegada, y a pesar de sus escasos, pero fecundos, años de vida, no se le puede atribuir la cesión de ningún territorio español; antes, al contrario, se puede recordar que presidió la ocupación pacífica de Ifni.
Los gobernantes de Abril de 1931 -gobernantes de la democracia integral- no impusieron la bandera tricolor: la aceptaron como mandato popular para promulgar la más completa, más justa y más hermosa legislación española que pervive y sobrevivirá a todas las ficciones y mascaradas autocráticas o democráticas. La bandera tricolor simboliza hoy el dramático alarido de libertad del pueblo español, la organización auténtica e integral de la vida democrática en todos los niveles y latitudes, la dignificación del trabajo como aportación individual al progreso colectivo, la exaltación de la justicia como norma de vida, la difusión generosa y racional de la enseñanza en todos los niveles, el mejor intento de elevar la producción agropecuaria, la más honesta y justa retribución de la riqueza nacional, la superación socio-económica en el modo de vivir individual y colectivo, la defensa pacífica de las relaciones internacionales, la fraternidad cordial entre los pueblos que hoy constituyen España y con los que ayer la hicieron más grande.
Todo eso representa la bandera tricolor y es digno de defenderse y difundirse. Sin embargo, los republicanos no somos adoradores de símbolos vacíos ni de emblemas huecos: por mucho que se quiera, una nación no puede existir ni funcionar sólo con símbolos. Creemos con Esnest Renan que una nación sólo se funda por el decidido propósito de sus habitantes de vivir juntos. Hacia ese logro encaminemos nuestros esfuerzos; tratemos de convivir todos. El día que se alcance, será muy fácil representar esa convivencia nacional con dos colores o con tres, los de ahora u otros nuevos. Lo que importa es convivir, sinceramente, honestamente, fraternalmente.
Francisco Giral González
Artículo publicado en la revista Acción Republicana el 14 de abril de 1978
Biografía de Francisco Giral (ver aquí)