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Memorable discurso de Don Diego Martínez Barrio en homenaje a la figura de Don Manuel Azaña

Martínez Barrio y Manuel Azaña
El primero de noviembre de 1947, se celebró en la Sala Pleyel-Chopin de París, un homenaje en memoria del ilustre repúblico Don Manuel Azaña, al cumplirse el séptimo aniversario de su muerte en el destierro. El acto revistió de extraordinaria brillantez, constituyendo un éxito rotundo para sus organizadores.

La presencia de S.E. Don Diego Martínez Barrio, Presidente de la República, quien acompañado de los oradores, llegó hasta la tribuna, a la hora anunciada, fue acogida por el público, puesto en pié, con entusiastas y prolongados aplausos, mientras se hacían sonar en la sala los himnos Nacional Republicano de Riego y la Marsellesa, que fueron escuchados con emoción por el selecto auditorio.

El Exmo. Sr. Don Diego Martínez Barrio, Presidente de la República, toma la palabra y comienza diciendo: 

«Señores, españoles: la revelación de Don Manuel Azaña, como gran orador parlamentario, se produjo la tarde memorable del 13 de octubre de 1931, cuando en la Cámara de los Diputados se discutía el artículo 26 de la Constitución. Habló Azaña poco más de media hora. Sus palabras fueron cayendo, una a una, sobre la inteligencia y el sentimiento de los que escuchábamos. Se ensayaba, entonces una de las innovaciones que, en las costumbres políticas, hizo el Gobierno provisional de la República: la de que los Ministros pudieran, desde el banco azul, contradecirse y sostener opiniones distintas. De esa libertad usó el Sr. Azaña, al discutir el artículo 26. Reiteradamente el Presidente del Gobierno provisional , D. Niceto Alcalá Zamora, había pedido a la Cámara la adopción de un texto elástico que permitiera al Poder público negociar con Roma. Buscaba, por tal camino, llegar a la formalización de un Concordato. Alvaro de Albornoz, Ministro de Fomento, defendió la disolución de las Ordenes religiosas. Fernando de los Ríos, que ocupaba la Cartera de Justicia, propuso una solución equitativa. Entonces se levantó a hablar el Sr. Azaña. Yo le escuché, desde un extremo del banco ministerial, admirado y curioso. La tempestad que desató sus palabras abrieron mis ojos a una realidad nueva: El Sr. Azaña era el intérprete de la conciencia política de una gran mayoría de diputados. Sentó, como doctrina parlamentaria ésta, que a muchos pareció irreprochable: 

'He penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora, ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizarían el sufragio y el rigor del sistema de mayoría. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este Partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. Este partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes'»

«Al día siguiente, por dimisión de D. Nicetó Alcalá Zamora, el señor Azaña ocupaba la Presidencia del Consejo de Ministros, Comenzó, entonces, la obra magistral de desmostrar a la opinión que no había sido un simple obsequio de la fortuna su elevación a la jefatura del gobieno, sino que poseía cualidades singulares y, en algunos aspectos, únicas, para interpretar el pensamiento y la voluntad política del país. El hombre desconocido de la víspera se convirtió, de súbito, en la primera figura del régimen y, para aclamarle o denostarle, a él se dirigieron las manifestaciones tumultuosas de los partidos. Una gran masa de opinión se sintió enardecida y apasionada, en tanto que los adversarios, sobrecogidos de temor, comenzaron a aborrecerle»

«Yo he gozado la maravilla intelectual y emocional de grandes discursos. He oído a Salmerón, majestuoso como un dios; a Moret, que conocía y utilizaba sabiamente los secretos del idioma; a Canalejas, cuya dialéctica, servida por enorme cultura, pasmaba a los oyentes; a D. Antonio Maura, artista de la palabra y del gesto; a Melquiades Alvarez, émulo de Castelar; a Lerroux que llegaba, con el más emocionado de los acentos, a las más altas cimas de la inspiración; al propio Alcalá Zamora, impecablemente correcto, en cuyo verbo se unían la grandeza de Donoso Cortés y la belleza literaria de Góngora; a muchos más... Pues bien, ninguno de ellos reunió las múltiples cualidades que se dieron en Azaña. Quizás alguno, fuese más elocuente; es posible que otros administraran mejor el gesto; admito, incluso, que Salmerón le aventajara en cultura filosófica, y Canalejas y Alcalá Zamora en cultura jurídica, pero la variedad de las condiciones oratorias y polémicas de Azaña fue superior a la de sus inmediatos antecesores y a la de sus contemporáneos»

«Azaña había fijado, como centro neutral de sus actividades, el Parlamento y cada semana, a veces cada tarde, ponía en el salón de sesiones cátedra de elocuencia. Los diputados afectos gozaban del triunfo, siempre renovado, de su jefe; sus contradictores soportábamos la derrota cotidiana, y quienes, además de contradictores lo tenían por enemigo, se irritaban y exasperaban. A todo discurso oponía el Sr. Azaña una contestación ingeniosa, aún cuando defendiera criterios políticos erróneos. Las interrupciones, no siempre oportunas, de los adversarios, eran rechazadas con un sarcasmo mayor. Nunca tuvo la mayoría parlamentaria de las Cortes Constituyentes guía mejor ni expresión más autorizada. Se dio el caso de que las voces de los Ministros que acompañaban al Sr. Azaña en el gobierno, resultaron pálidas y borrosas, incluso las de aquellos que tenían bien gana fama de polemistas. Cualquier discusión cobraba bríos, si el señor Azaña intervenía, en tanto que los empeños arriesgados enflaquecían cuando anunciaba el propósito de abandonarlos o realizaba el de desdeñarlos. Durante algún tiempo su voluntad marcó el rumbo de las contiendas, sin otra limitación que la impuesta por la propia inteligencia. Los mismos que procurábamos romper el encanto nos sentíamos sometidos por el arte del orador. Poco a poco se fue generalizando la creencia de que el señor Azaña, emuló, primero; y vencedor, después, en la Cámara, de sus contemporáneos más ilustres, ejercía tan gran influencia sobre las Cortes que éstas se habían convertido en instrumento dócil de sus ensayos políticos».

«¿Qué nos congrega? ¿El culto a un hombre? ¿La devoción a una conducta ejemplar? ¿La contemplación alrededor de una figura ilustre en la historia de nuestro tiempo? Todo eso y algo más que eso. Nos reúne, también, fundamentalmente, y con ello rendimos el mejor de los homenajes al desaparecido, nos reúne nuestro común, indestructible amor a España, a su libertad y a la República». 

(El público puesto en pie, da vivas a la República Española y a S.E. y ovaciona largamente al señor Martinez Barrio).


Transcrito por el Equipo de redacción de Eco Republicano



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