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Miguel de Unamuno contra la monarquía y la dictadura (I)

Miguel de Unamuno
El orden y la monarquía

Cuando escribimos esto, hoy día 24 de Enero, no cabe predecir qué resultado de primera apariencia tendrá la intentona de restauración monárquica brigantina en Portugal. A la larga, no hace falta echársela de profeta para augurar que sus frutos serán tan amargos como los de los otros cambios de postura política de la nación vecina. Y si el desgraciado Don Manuel llega a volver a sentarse en el trono de sus mayores quedará expuesto al sino de su padre, de su hermano mayor y de Sidonio Paes. Es la terrible némesis histórica.

Lo que nos parece una locura es pretender restaurar la monarquía. Y una locura por parte de los conservadores, y aun reaccionarios, por parte de los hombres sedicentes de orden de Portugal. ¡Si fuéramos uno de ellos…!





Durante la guerra, un agudo publicista nuestro –queremos recordar que fué Pérez de Ayala– propuso que los antigermanófilos nos sorteáramos, para dedicarse algunos a defender, por vía de polémica, la germanofilia y el germanismo, para que así los alemanes pudiesen luego no juzgar a los españoles con el desprecio con que nos juzgarán cuando se enteren de cómo se defendió aquí la causa del Kaiser y de la kultura. Yo me ofrecí entonces a hacer de germanófilo hipotético, al modo que en las academias de los seminarios conciliares y de las órdenes religiosas hace uno de arriano, de maniqueo, de calvinista o de panteísta. Y ahora me entran ganas de hacer de hombre de orden portugués, de lusitano de la extrema derecha. Y diría…

Diría que no hay torpeza mayor que unir la causa del orden –del orden de la plutocracia, del orden de los conservadores y tradicionalistas– a la monarquía. Diría que los hombres de orden, si es que cuentan con dominar al sufragio, es decir, con la mayoría de la opinión pública, consiguen mejor sus fines en una república que no en una monarquía, y si no cuentan con la mayoría del sufragio más peligros corren en una monarquía que no en una república. Porque en una monarquía no caben ciertos cambios y reformas sin revolución.

¿De dónde se saca, ni en Portugal ni en otra parte alguna, que la monarquía garantice mejor el orden, aunque sea el orden de los conservadores, basado en privilegio, injusticia y, lo que es peor, secreto, que lo garantiza una república, sobre todo si ésta es conservadora? Hay repúblicas reaccionarias y hasta inquisitoriales y, en éstas están el despotismo y el privilegio tan sostenidos como en una monarquía, mayor aún.

Un rey no lleva, por lo común, a su lado ni al más liberal de sus servidores cuando teme al pueblo, a la chusma encanallada, ni llama al más conservador cuando teme a las clases que se llaman superiores, a la plutocracia o a la clase avanzada, sino que suele llamar a los más abyectos, a los que no le contradicen, a los que acatan sus pretensiones de propia suficiencia, a los que se doblegan a sus caprichos y a sus intemperancias, a los que refrendan, sin discutirlas y acaso sin conocerlas de antemano, las ocurrencias que le pasan por el magín después de consultarlo con cualquier consejero –o consejera– privado y secreto, con cualquier valido de tanda o con los camaradas de tertulia o de siete y media. Esto hace un rey que se sienta rey sin cortapisa y que se chifle en la Constitución, si es que aparece como constitucional.

Un rey así llamará al más revolucionario, al más demagógico, al más radical, al más bolcheviki, con tal de que satisfaga las personales pretensiones suyas. El orden de los conservadores –de lo ajeno– el orden de las personas que se llaman de orden, no es el orden de un rey. Si un rey creyese que podía seguir siéndolo en un régimen comunista y después de haber desposeído de sus propiedades a los propietarios todos, provocaría el comunismo. Los reyes que se sienten tales carecen de patriotismo. Para ellos patriotismo quiere decir lealtad, pero lealtad de los súbditos a ellos y no de ellos a los súbditos. No saben lo que quiere decir lealtad del soberano. A lo sumo, hablan de sus deberes para con el trono y de su lealtad… a sus mayores, a la tradición del linaje, al pasado.

¿Por qué, pues, esa ceguera, en Portugal y fuera de él, de unir la causa que llaman del orden a la de la monarquía? Ello no puede provenir sino de que esas gentes que se dicen de orden saben que están en minoría. Y ni aun así…

No, no podemos explicarnos esa ceguera. Ceguera para su propia causa, ¿eh?, que, por lo demás, esa ceguera no hace más que favorecer a los que tratan de establecer, aunque sea por el desorden, la justicia popular y el fin del régimen despótico.

Todo el fracaso del maurismo en España –fracaso de que, por lo demás, nos regocijamos– se debe a haberse empeñado los mauristas en seguir siendo dinásticos. Si Maura llega en un momento, hace ocho años, a alzar, franca y resueltamente, bandera contra su rey, tal vez a estas horas tendríamos en España una república maurista, que no podría ser peor que la monarquía que tenemos, por malo que fuese.

Claro está que los que se proclaman monárquicos por amor, según dicen, al orden, ni son monárquicos ni cosa que lo valga, pero son los que sostienen, como a clave de bóveda de su fábrica, al monarca. Y cuando un monárquico de esos al deciros: «a mi no me asusta la república, pero si ella viene, ¿quiénes nos gobernarán?» le respondéis: «¡vosotros mismos, si lo queréis de veras!» no se convence. Y con razón. ¿Por qué? ¿Por qué las clientelas y las taifas políticas, cuyos jefes hace de hecho el rey al darles con la llamada a presidir sus Consejos de ministros y con el regalo del decreto de disolución de Cortes, la jefatura; por qué las clientelas y las taifas que acaudillan esos cancilleres abyectos, viles encubridores de los despóticos caprichos de su amo y señor; por qué esas cáfilas de logreros y de vanidosos no confían en poder llevar al poder en una república, con sus artes de electorería picaresca, a esos mismos, sus cabecillas de banda?

Es lo que nos falta por ver. Pues acaso no anden tan errados como suponemos en Portugal y fuera de él esos que se dicen a sí mismos gentes de orden. Pues los que de veras lo son no suelen saber a qué atenerse. El hombre de verdadero orden, como no discurre, se somete a todo. Es el resignado, el borrego expiatorio.

Miguel de Unamuno

España. Semanario de la vida nacional. Madrid, 30 de enero de 1919

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